Los presidentes mienten. Bueno, no todos y no todo el tiempo.
Pero una de las principales lecciones del recién fallecido, Ben Bradlee, ex editor del diario The Washington Post, es que los periodistas no podemos creerle a los que tienen el poder. Nuestro trabajo es cuestionarlos. Siempre.
Bradlee publicó los reportajes de espionaje y corrupción que culminaron con la renuncia del presidente Richard Nixon en 1974. Eso cambió el periodismo para siempre. Fue el primer ejemplo de cómo dos reporteros –Bob Woodward y Carl Bernstein- podían sacar de la presidencia a un político mentiroso. “Después de Watergate”, escribió Bradlee, “empecé a buscar la verdad después de escuchar la versión oficial de la verdad”.
Nixon no fue el primero ni el último presidente en mentir. Hay, literalmente, mil ejemplos. Hugo Chávez, de Venezuela, fue un gran mentiroso. Dijo que entregaría el poder en cinco años y que no nacionalizaría industrias ni medios de comunicación. Mintió.
Venezuela se torció con mentiras hacia el totalitarismo, primero con Chávez y ahora con Nicolás Maduro.
En México tenemos una larga tradición de presidentes mentirosos -incluyendo a Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo- que llegaron al poder con terribles fraudes electorales. Fueron escogidos por “dedazo” y luego se trataron de vender como demócratas. Imposible.
Un mentiroso más. Fidel Castro, tras el triunfo de la revolución cubana en 1959, dijo en varias ocasiones: “no somos comunistas”.
Cincuenta y cinco años después, su hermano Raúl lidera uno de los regímenes comunistas más represivos del planeta.
Como periodistas estamos obligados a no tragarnos el cuento oficial y a dudar de (casi) todo lo que nos digan los dictadores, los presidentes y sus funcionarios. Esto es lo que últimamente se llama “periodismo con un punto de vista”. Este es un tipo de periodismo irreverente, rebelde, con los de abajo frente a los de arriba, que prefiere ser visto como enemigo de los que están en el poder (que como amigo), y que exige resultados a los que gobiernan.
Se vale comenzar una entrevista o un reportaje con una posición antagónica. Lo hizo Edward R. Murrow desenmascarando las tácticas anticomunistas del congresista Joe McCarthy y lo hizo Walter Cronkite criticando la guerra de Vietnam. Lo hizo el Washington Post en Watergate contra Nixon. Lo hizo Christiane Amanpour cuestionando la pasividad estadounidense durante los abusos serbios en el conflicto de los Balcanes. Y lo hizo Anderson Cooper apuntando los fatales errores del presidente George W. Bush tras el paso del huracán Katrina en Nueva Orleans.
Más que ser objetivos, de lo que se trata es de ser justos. No puedes tratar por igual a un dictador que a una víctima de su dictadura. Nuestra principal responsabilidad social como periodistas es evitar los abusos de quienes ejercen el poder. Los mejores periodistas son siempre un poco rebeldes, no esclavos del sistema.
Pero cuando a los periodistas se nos olvida que nuestro trabajo es cuestionar, incomodar y evitar el abuso de los gobernantes, las consecuencias son enormes. Más de 120 mil civiles iraquíes y 4,500 soldados norteamericanos murieron en Irak, una guerra innecesaria que comenzó con mentiras sobre inexistentes armas de destrucción masiva. Esa fue una triste época del periodismo estadounidense. El patriotismo le ganó al periodismo.
Otro grave ejemplo. Decenas, quizás cientos, de estudiantes mexicanos fueron masacrados por el ejército en la Plaza de Tlatelolco en 1968. Los periodistas más conocidos se quedaron callados. No merecen ser llamados periodistas. Pero esa complicidad y cobardía no podría repetirse hoy en México.
Las recientes masacres de Tlatlaya e Iguala -realizadas por el ejército y la policía, con decenas de muertos- están siendo cubiertas por una nueva generación de periodistas mexicanos, sobre todo en medios digitales, sin miedo a enfrentar a los de arriba. Ante esta nueva ola de críticas de periodistas con un punto de vista, la respuesta del gobierno del presidente Enrique Peña Nieto ha sido la parálisis y el silencio. Pero hay que preguntar hasta que se sepa todo.
Pocas veces ocurre -como en la película sobre Watergate, All The Presidents Men- que los periodistas tumban del poder a presidentes corruptos y a líderes mentirosos. Pero Ben Bradlee y sus reporteros del Washington Post nos enseñaron que todo político debe temer esa posibilidad. No hay nada más revolucionario que decir la verdad.