Para alguien que ha dicho que no puede visitar escuelas o ver niños que juegan durante el recreo porque llora al pensar en la importancia de lograr que esos pequeños puedan conseguir el Sueño Americano como él lo hizo, el presidente de la Cámara Baja, John Boehner, no ha derramado ni una lágrima pública por los menores, en su gran mayoría ciudadanos estadounidenses, que a diario pierden a sus padres o madres por las deportaciones. Es más, ni los recibe en sus oficinas cuando han acudido a pedirle que permita un debate migratorio en la Cámara Baja, como tampoco lo hacen otros líderes republicanos.
Boehner es muy dado al llanto público. A veces me pregunto si llora sinceramente o si lo hace para lograr aceptación y simpatías ante su total ineptitud para mantener en cintura a su caucus republicano cuando de lidiar con el demócrata y la Casa Blanca se trata. Ser presidente cameral en uno de los Congresos más inútiles de la historia no debe ser cosa fácil.
Me cuestiono, sin embargo, por qué algunas de las desgarradoras historias de los hijos de inmigrantes que piden no ser separados de sus padres no provocan ninguna reacción lacrimógena pública del Speaker o alguna sacudida a sus segundos.
Los conservadores lo despachan todo diciendo que los padres debieron pensarlo dos veces antes de llegar aquí sin documentos y establecer una familia. En esa ecuación queda fuera cualquier consideración de por qué muchos se arriesgaron a cruzar mares y desiertos para llegar aquí a realizar duros trabajos por salarios de miseria sin ninguna protección laboral o médica. La respuesta es siempre la misma: para lograr que sus hijos puedan tener acceso al Sueño Americano del que tanto habla Boehner.
No soy dada a echar mano de cartas raciales, pero no podemos negar que para algunos sectores republicanos es imposible sentir empatía por indocumentados, sobre todo si su tez es más oscura, no hablan inglés o lo hablan con acento. Incluso hispanos de segunda o tercera generación la tienen difícil. Si no, que lo digan los estadounidenses de origen hispano que han sido víctimas de perfil racial por policías que aplican leyes migratorias en el condado de Maricopa, Arizona, que dirige el dudosamente célebre alguacil republicano Joe Arpaio.
No crean que me olvido del presidente Barack Obama, que no es dado al llanto en público como Boehner, pero que no le tiembla la mano para seguir aplicando la política de deportaciones que han batido récords durante sus dos mandatos.
Obama dice que no tiene la autoridad para frenar las deportaciones y que se necesita una solución permanente que sólo se conseguirá a través de legislación.
Coincidimos en que se requiere una solución legislativa permanente que los republicanos de la Cámara Baja están bloqueando, pero que quizá debió buscarse cuando los demócratas controlaban la Casa Blanca y las dos cámaras del Congreso en 2009 y 2010. Pero sobre eso ya ni llorar es bueno.
Hay que mantener una lucha campal por lograr esa solución legislativa permanente con una Cámara Baja de mayoría republicana y de cara a las elecciones de medio tiempo. Lo menos que debería hacer la administración es ampliar las discreciones existentes para evitar la deportación de personas que podrían legalizarse en algún momento a través de la reforma migratoria.
Hasta ahora el bloqueo republicano a la reforma migratoria en la Cámara Baja permite que los demócratas sigan señalando a los republicanos como los principales responsables del estancamiento. Y lo son.
Pero mientras más tiempo pase y no se vislumbre una solución legislativa, la atención y los señalamientos comenzarán a apuntar al presidente y a los demócratas para que presionen aún más a Boehner por la reforma migratoria. Ese prospecto a nivel político está para llorar porque no supone necesariamente que los votantes latinos se lancen a los brazos del Partido Republicano, sino que presenta el peligro de la apatía electoral que es la más temida por los demócratas de cara al 2014 y a las elecciones generales de 2016.
También está para llorar la posibilidad de que el presidente complete su segundo y último mandato sin haber promulgado la reforma migratoria que prometió en 2008, pero sí batiendo récord de deportaciones.
Entre tanta consideración política se pasan por alto las genuinas lágrimas de millones de inmigrantes que ven pasar un año más sin que la reforma llegue.
Lloran genuinamente padres y madres que a diario son separados de sus hijos, y lloran los hijos que pierden a sus padres. Lloran los que cada día se despiden de su familia cual si fuera la última vez que se verán y en muchos casos así ocurre no por un fortuito plan del destino, sino por el plan de ICE de seguir deportando a miles de personas que podrían beneficiarse de una futura reforma migratoria. Vi muchas de esas familias en Alabama en medio de la crisis que generó la antiinmigrante ley estatal HB56 en ese estado. Familias rezando tomadas de la mano, persignándose y abrazándose como si no volvieran a verse cuando uno de los padres salía a trabajar honradamente, no a robar ni a cometer ningún delito. Lloran por la diaria incertidumbre. Lloran los jóvenes Soñadores con su felicidad a medias porque muchos han tenido la posibilidad, por acción administrativa, de obtener permisos de trabajo y amparo contra la deportación, pero para sus padres no hay amparo. Debe ser que la unidad familiar y los valores familiares de los que tanto cacarean los republicanos sólo son válidos para quienes tienen documentos de identidad.
Mientras se acerca el fin de año y no se vislumbra la reforma, hay razones para estar tristes, pero también hay razones para celebrar a los inmigrantes y a un movimiento pro reforma que seguirá dando la batalla. Sus lágrimas de tristeza, frustración, cansancio, de determinación y de esperanza son genuinas. No lo son las lágrimas de cocodrilo que derraman algunos políticos en el momento preciso y cuando las cámaras filman.
(*) Maribel Hastings es asesora ejecutiva de America’s Voice.