Opinión: Sin vacuna contra el racismo

Por Jorge RAMOS

Las pandemias pasan. El racismo no. Y cuando un presidente como Donald Trump acusa injustamente a un grupo o a una nación por la actual epidemia de Covid-19, las consecuencias pueden ser discriminación y violencia. O más.

Este es el caso de Vicha Ratanapakdee, un hombre de 84 años de edad de Tailandia, quien fue brutalmente atacado mientras caminaba en el vecindario de Anza Vista en San Francisco. Eran las 8 y media de la mañana de un jueves del pasado mes de enero cuando un joven de 19 años corrió contra la víctima y lo golpeó con el antebrazo en la cabeza, sin ninguna razón aparente. Ratanpakdee cayó y no le dio tiempo de poner las manos. Murió dos días después en el hospital.

Sus familiares le dijeron a una estación de televisión local que creen que se trata de un crimen de odio por el simple hecho de que Ratanpakdee era un hombre de origen asiático. No es el único.

En otro ataque reciente un hombre de 91 años fue golpeado duramente por la espalda por un individuo con un cubrebocas mientras caminaba por una calle de Chinatown en Oakland. El anciano cayó de cara contra el piso pero sobrevivió el golpe. Este ataque ocurrió a plena luz del día frente al Asian Resource Center, un lugar donde se reúnen miembros de la comunidad asiático-americana. El atacante fue detenido poco después.

Ambos ataques fueron filmados por cámaras de seguridad. Pero muchos más han ocurrido sin ningún registro.

Del 19 de marzo al 31 de diciembre del 2020 hubo 2 mil 808 reportes de primera mano sobre ataques contra la comunidad asiática en 47 estados y el distrito de Columbia, según Stop AAPI Hate. Esta organización fue creada en California el año pasado para reportar, denunciar y detener los actos de violencia y xenofobia contra la comunidad asiático-americana en Estados Unidos. Las agresiones van desde robos y golpes hasta ser escupidos e insultados verbalmente. Y esto es lo grave: en más del 90 por ciento de los casos reportados la razón del ataque es, simplemente, por su raza.

¿Por qué está pasando esto? Hay palabras que hieren.

”Obviamente la retórica esparcida por el gobierno anterior cuando comenzó la pandemia -usando términos como ‘el virus de China’ o ‘Kung Flu’- ha hecho que los asiático-americanos sean atacados por gente racista”, me dijo en una entrevista el actor Daniel Wu de la serie Into The Badlands, quien nació en Berkeley, California, trabajó muchos años en Hong Kong y que ahora forma parte de la campaña para evitar más ataques. A él le parece muy injusto y equivocado el “culpar del coronavirus a los asiático-americanos cuando en realidad somos ciudadanos estadounidenses.”

Los ataques e insultos contra la comunidad asiático-americana tienen muchas similitudes con los que hemos sufrido durante décadas los latinos en Estados Unidos. Una expresión racista muy frecuente contra hispanos -y ahora también contra asiático-americanos- es decirnos que nos regresemos a nuestro país cuando millones somos ciudadanos estadounidenses.

Estos ataques durante la pandemia han coincidido con un enorme crecimiento de la población asiático-americana y de isleños del Pacífico (AAPI).

La Oficina del Censo calcula que ya hay más de 22 millones de personas de origen asiático en Estados Unidos (casi el 6 por ciento del total). Las poblaciones más grandes vienen de China, India y Filipinas. De hecho, ya en el 2015 los asiático-americanos eran el grupo étnico de más rápido crecimiento en Estados Unidos (72%), superando a los latinos (60%) Esto se debe, en parte, a la entrada al país de un mayor número de inmigrantes de origen asiático que latinoamericano, como se reportó desde el 2010.

Estamos en el comienzo de una ola asiática.

Y más gente, más poder económico y político, y más visibilidad traen consigo, también, más ataques infundados y críticas injustas. Y si a esto le sumamos los prejuicios expresados por el que fuera el hombre más poderoso del mundo -“Vencí a este loco y horrible virus chino”, dijo Trump luego de curarse del coronavirus- la peligrosa combinación puede ser explosiva en las calles de California y del resto del país.

Pero muchos ya no están dispuestos a sufrir pasivamente estos nuevos ataques. Conversé hace unos días con dos activistas y organizadores comunitarios, Forrest Liu y Will Less Ham, justo antes de comenzar su patrullaje por Chinatown en San Francisco. Iban a repartir a comerciantes y visitantes panfletos con información en su propio idioma sobre cómo protegerse de posibles ataques. “También les estamos dando silbatos a la gente y somos sus ojos para desalentar el crimen”, me dijo Will, quien es un artista basado en Nueva York pero que, en solidaridad, viajó a California para ayudar en esta campaña.

 A pesar de estos esfuerzos comunitarios, de la reciente orden firmada por el presidente Biden para combatir prejuicios contra los asiáticos y la promesa del Departamento de Justicia de investigar estos ataques, es difícil entender qué es lo que hace que un joven empuje violentamente al piso a un anciano en una calle desierta o le robe el bolso a una mujer en la tienda del barrio. “Lo más grave de estas olas de ataques es que son inexplicables”, me dijo Forrest. “No hay ninguna buena razón”.

Este tipo de ataques racistas ocurre en medio de una verdadera revolución demográfica y cultural en Estados Unidos. En el 2044 la población blanca dejará de ser mayoría, según las proyecciones de la oficina del censo. Y lo que hemos visto -tanto en las calles de Chinatown y Charlottesville como el pasado 6 de enero en el Capitolio en Washington- es el resentimiento e incomprensión de un pequeño pero agresivo sector que se resiste a aceptar que su país está cambiando y que ahora es de muchos colores.

Los nuevos ataques son coletazos de un pasado que se va. Pero son muy dolorosos. “Creo que el racismo se ha desenfrenado en este país en los últimos años”, me dijo para concluir el actor Daniel Wu, “y todos lo estamos sintiendo”.

 

La pandemia, tarde o temprano, va a desaparecer. Pero, como dice un popular dicho, no hay vacuna para el racismo. Por eso la idea de una sociedad en que todos seamos iguales -que aparece en la declaración de independencia de Estados Unidos en 1776- sigue siendo una promesa incumplida.

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