Opinión: No nos quisieron escuchar

Tengo el honor de haber sido expulsado de una conferencia de prensa de Donald Trump por tratar de hacerle una pregunta. Su guardaespaldas me sacó.

Ocurrió el 25 de agosto del 2015 en Dubuque, Iowa, durante la primera campaña presidencial de Trump. Lo que pasó ahí ya demostraba que estábamos frente a un populista, un bully, un antiinmigrante y una amenaza para la libertad de prensa y la democracia.

Pero pocos escuchaban. Periodistas, políticos, votantes desilusionados, y los nuevos y entusiastas seguidores de Trump le estaban dejando abierto el camino a la Casa Blanca sin ningún escrutinio. Y ese fue un gran error. Ignorar esa temprana y clarísima advertencia le costó muy caro a Estados Unidos.

Todo comenzó cuando Trump llamó criminales y “violadores” a los inmigrantes mexicanos el mismo día en que anunció su campaña electoral a mediados de junio del 2015. Esos eran unos inaceptables comentarios racistas. Así que, como cualquier periodista, le escribí al nuevo candidato y le solicité una entrevista. Pero en lugar de responderme, publicó mi carta en Instagram incluyendo mi número de teléfono. (Recibí cientos de llamadas y textos -ninguno de Trump- y tuve que cambiar de número.)

Lo que no cambió fue mi determinación por cuestionarlo y demostrar que era falso lo que decía sobre los inmigrantes. Eso nos llevó al choque en la conferencia de prensa en Iowa. 

Así ocurrió. Busqué una pausa en los comentarios de Trump, levanté la mano, dije que tenía una pregunta sobre inmigración, me paré y comencé a preguntar. Trump pretendió no verme y apuntó a otro periodista. Pero yo seguí adelante con mi pregunta. “¡Siéntate!”, me ordenó tres veces. No le hice caso. “No te he dado la palabra”, dijo Trump, “regrésate a Univision”. Esa era la versión trumpiana del insulto racial: “Go back to your country” (regrésate a tu país).

Trump hizo una señal con su boca -una especie de beso volado- y su guardaespaldas se puso frente a mí, empujándome hasta que me sacó del lugar. Mientras, le decía que no me tocara y que yo tenía derecho a hacer una pregunta. Afuera de la sala, uno de los seguidores de Trump me dijo: “Lárgate de mi país”, sin saber que yo también era ciudadano de Estados Unidos. El odio es contagioso.

Tras el enfrentamiento con Trump recibí la solidaridad de varios periodistas. Pero, al mismo tiempo, algo raro y peligroso estaba pasando. El incidente no cambió la cobertura periodística ni la permisiva conducta hacia Trump.

Al contrario. Poco a poco se estaba normalizando el grosero, abusivo y xenofóbico comportamiento de Trump. Algunos miembros de la prensa parecían fascinados con el fenómeno Trump. Otros pensaban, equivocadamente, que pronto cambiaría. Pero la actitud que prevalecía era esta: así es Trump y hay que cubrirlo, no importa lo que diga.

Y lo dije muchas veces. En una entrevista con CNN comenté que Trump estaba “promoviendo el odio” y en una conversación de radio en NPR aseguré que lo que me había ocurrido era “un ataque a la libertad de expresión en Estados Unidos”. Si Trump me atacaba a mí, podía después atacar a otros periodistas. Y lo hizo llamándonos “enemigos de la gente”.

Todo esto contribuyó a que, sorpresivamente y contradiciendo las encuestas, Trump ganara las elecciones presidenciales del 2016 con 306 votos electorales. A pesar de sus comentarios racistas, antiinmigrantes y sexistas (en la cinta del programa Access Hollywood) obtuvo más de 62 millones de votos.

No tenía que ser así.

Todas las señales de alarma estaban ahí desde el 2015: la intolerancia, el culto a la personalidad, la vana costumbre a ser obedecido, las mentirotas y las mentiritas, la indiferencia a la ciencia y los datos, la ignorancia hecha dogma, la arrogancia ante los distintos.

Pero se acabó. Esta vez 80 millones de votantes dijeron basta. El bully se va. Ya no habrá que verlo, oírlo ni leer sus tuits. Nos quitamos un gran peso de encima.

Quizás la pandemia es lo que acabó con la divisiva y conflictiva presidencia de Trump. Pero todo pudo evitarse si hubiéramos puesto mayor atención -y resistencia- a las palabras y a los gestos del candidato de piel naranja que bajó en unas escaleras doradas de la torre Trump en Nueva York en el 2015.

 

No nos quisieron oír.

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