Opinión: Los rusos quieren más

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Milán. Los rusos están por todos lados.

Dos delante y una familia de cuatro detrás de mí, en la fila para mostrar el pasaporte en el aeropuerto de Venecia. El único funcionario italiano que nos atiende habla ruso.

Seis damas rusas, con bolsas y bolsas de compras, se apoderan de una mesa en un restaurante de moda cerca de Via Spiga en Milán. Hablan fuerte y, contrario a los comensales que las rodean, deciden no apagar sus teléfonos celulares. Afuera, en un hermoso patio interior, un padre ruso llega con sus tres hijos perfectamente uniformados con chaquetas fosforescentes, verde y naranja. Pide una mesa en ruso y el mesero italiano inmediatamente se la da.

El cuarto de mi hotel ofrece seis canales en ruso y solo tres en español. En el de Londres, unos días antes, fue la misma historia. Un diario local describía cómo los inversionistas rusos, temerosos de guardar su capital en Moscú, han invadido el mercado de valores londinense y disparado los precios de las propiedades en la que ya es, sin duda, la ciudad más cara del mundo.

No es algo nuevo para mí. Vivo en Miami donde los rusos veranean todo el año sus blancas pieles y donde su presencia en clubes, malls y restaurantes de lujo ha dejado de llamar la atención. Miami Beach puede ser una Pequeña Moscú.

Y los rusos están por todos lados porque pueden. Antes de la desintegración de la Unión Soviética –el 25 de diciembre de 1991 a las 7:32 pm- muy pocos podían salir. Luego, las 15 naciones independientes que surgieron (incluyendo Rusia) se tardaron años en hacer una dolorosísima transición a una economía de mercado. Hace menos de una década que los rusos -que se beneficiaron con las privatizaciones de las empresas estatales- empezaron a salir en masa a comprar y conquistar el mundo.

No fue fácil dejar de ser una gran potencia. Todavía en el 2006 una encuesta del All-Russian Center for the Study of Public Opinion (VTSIOM) concluyó que el 66 por ciento de los rusos resentía la desaparición de la Unión Soviética. Por supuesto; eran una poderosa potencia militar, con miles de bombas nucleares, y el mundo los trataba con respeto y miedo. Pasar del socialismo con un solo partido político a un sistema relativamente democrático y capitalista fue una verdadera terapia de shock.

Pero el shock ya pasó y ahora es, de nuevo, la época de la expansión. Los rusos quieren más. Y aquí es donde entra el presidente Vladimir Putin, quien ha maniobrado hábilmente para quedarse en el poder, y quien no deja pasar ninguna oportunidad de quitarse la camisa en público.

Las olimpíadas de Sochi se realizaron con éxito y ya se preparan para el Mundial de futbol del 2018. Todo en grande. Además, Putin no quiere lecciones de democracia de Estados Unidos, un país que invadió Irak sin razón, que tiene decenas de prisioneros sin cargos en Guantánamo y que ha espiado las llamadas o correos de millones en el mundo.

Rusia tiene 143 millones de habitantes y solo la mitad de los soldados que Estados Unidos. Pero Putin ha re-interpretado esa nostalgia de grandeza de sus conciudadanos y ha decidido enfrentar a Estados Unidos y a los países europeos de la OTAN. Primero bloqueando una acción colectiva de Naciones Unidas contra la dictadura en Siria y, ahora, invadiendo Crimea y promoviendo su ilegal anexión a Rusia.

Rusia no es la Unión Soviética pero sus 12 mil cabezas nucleares hacen impensable cualquier opción militar. Es decir, aunque Putin invada Crimea y amenace Ucrania, Estados Unidos y la OTAN nunca atacarían. Por eso lo único que le queda al presidente Barack Obama y a sus aliados son sanciones, aislar a Rusia y esperar que eso le baje el poder de la cabeza a Putin.

La bravuconería de Putin al amenazar a sus vecinos radica, según lo dijo Obama, “más que en la fuerza, en la debilidad”. Y, añadiría, en la poca comprensión de cómo funciona hoy el mundo.

Mientras Putin flexiona absurdamente su poderío militar, son los rusos con su nuevo poder adquisitivo los que realmente están conquistando los lugares más hermosos e importantes del mundo, rublo por rublo.

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