Opinión: Los niños de la guerra

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Por Jorge RAMOS

Leópolis, Ucrania. Nada como una guerra para aprender de geografía, de historia y de lo frágil que somos.

Pero son los niños los que, literalmente, me han roto el alma. Los veo tan desorientados y sorprendidos en esta absurda guerra de adultos. Me he pasado los últimos días viendo a miles de ucranianos huir de la brutal invasión rusa.

En la estación de trenes de Przemysl en Polonia, donde diariamente llegan miles de refugiados ucranianos, hay un cuarto habilitado como campamento provisional con camas plegables y bolsas de dormir. Y ahí, a través de la ventana, vi a un niño de tres o cuatro años, vestido todo de amarillo y jugando con un carrito de juguete. A su alrededor había un caos. Pero él parecía no darse cuenta o no le importaba. Estaba totalmente absorto. Subir y bajar ese carrito por la cama era su única y fundamental tarea.

Estuvo así varios minutos hasta que me tuve que ir. Nunca sabré si su mente lo hacía como una maniobra de distracción, como una negación de la realidad o porque simplemente quería jugar. Pero su mundo se había desmoronado. Perdió casa y país en un instante. Y quizás papá también.

De pronto, de un día para otro, estos niños han perdido a su padres y a sus hermanos mayores. Y tienen que seguir a sus madres a un país desconocido donde se habla un lenguaje que no dominan. Son hijos de familias separadas por la guerra. La ley aquí en Ucrania prohibe a todos los hombres de 18 a 60 años irse del país. Están obligados a enlistarse para luchar en la guerra contra Rusia.

Taras, de 36 años, quien no me permitió usar su apellido y vive en Leópolis, no es un soldado pero lleva varios días en entrenamiento militar. Sabe cómo hacer un coctél molotov y cómo construir una barricada contra tanques rusos. Y a pesar de lo que dicen las noticias, está convencido que Ucrania ganará la guerra.

El canciller ruso, Serguéi Lavrov, dijo recientemente que se ha formado una versión hollywoodense de la realidad en la que Rusia es el malo y Ucrania la buena. ¿Cómo le llamamos, entonces, al violento y mortal acto de invadir un país democrático? Rusia puede censurar a la prensa nacional y decir mil veces que Ucrania no es una nación independiente sino parte de su territorio. Pero eso es tan absurdo como tomar por la fuerza la casa de tu vecino y decirle a la policía que te metiste porque era tuya.

Esta es una guerra de un solo hombre -Vladimir Putin- y de un grupito de militares y oligarcas que se han hecho ricos a su alrededor y que están aterrados de decirle que no a su egocéntrico líder. La consecuencia de esa absurda obsesión de Putin de convertir a Rusia en un imperio post-soviético ha cambiado la vida de millones de menores de edad.

En un centro comercial de Przemysl, convertido en dormitorio para familias ucranianas recién llegadas, vi a niños correr como en recreo, llorar sin razón y luego quedarse impávidos, mirando al piso, sin entender lo que les había pasado por encima. Sus desesperadas madres trataban de atenderlos, con un celular en la oreja para enterarse de las últimas noticias familiares y ofreciéndoles comida, pero la verdad es que ni ellas sabían qué hacer. Las temperaturas de congelación y los días grises tampoco ayudaban. Eran almas congeladas.

Ahí también me encontré con un adolescente, que rondaba los 13 años, tumbado en un colchón en el piso. Contrario a los jóvenes de su edad en otras partes del mundo, no tenía un celular en la mano ni una tableta. No tenía nada. Por el lugar en que estaba supongo que su familia ucraniana acababa de llegar a Polonia -como más de la mitad del millón de refugiados- y todavía no sabía, ni siquiera, donde iba a dormir esa noche. Los ojos de ese adolescente gritaban angustia.

Hace años me leí las cartas que se intercambiaron en 1932 el científico Albert Einstein y el creador del sicoanálisis, Sigmund Freud, sobre el origen de la guerra. (Se publicaron en un maravilloso librito llamado ¿Por Qué La Guerra?) Y concluyen que la guerra es el fracaso. Nuestro fracaso. La guerra significa que todo lo demás -la diplomacia, las negociaciones, las conversaciones, la capacidad de escuchar y de buscar soluciones conjuntas- no tuvo resultados. La responsabilidad, en este caso, recae totalmente en Putin. Pero la incapacidad del resto del mundo para controlar sus apetitos mesiánicos y bélicos tiene como consecuencia la entrega de Ucrania. Y sus niños.

Entiendo que no podemos arriesgar un intercambio nuclear con Rusia ni iniciar la tercera guerra mundial. Pero lo hemos hecho muy mal como grupo en esta tierra si nuestras únicas opciones son una masacre mayúscula o permitir que un bully planetario se salga con la suya.

 

La palabra “descorazonado” es perfecta para describir cómo me he sentido estos últimos días en Ucrania y en la frontera con Polonia. Cuando esos niños ucranianos crezcan ¿qué es lo que van a recordar y contar? Quizás que el mundo los vio perderlo todo -familia, casa, país- y que no hizo nada.

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