Opinión: Lecciones de 35 años en la TV: Sé surfista no ancla

Este 3 de noviembre cumplo 35 años como conductor del Noticiero Univision. Ese nunca fue mi plan. Pero no me pude imaginar una carrera -y una vida- más intensa y llena de satisfacciones. Si la felicidad es ser uno mismo y no querer ser otro, esta maravillosa profesión de periodista me ha hecho feliz. Y agradecido.

Estas son algunas de las cosas que he aprendido luego de unos siete mil noticieros al aire y en vivo frente a una cámara de televisión. 

He sido anchor (o presentador de noticias) por tanto tiempo que a veces me es más fácil hablarle a una cámara de televisión que a un grupo de personas. Es, lo reconozco, una terrible deformación profesional que viene aunada a la ansiedad por suprimir tus sentimientos cada vez que narras una muerte, un accidente, un atentado terrorista o algo que, naturalmente, rompería a alguien por dentro. Sí, el cuerpo lleva la cuenta y te lo cobra. 

Me nombraron presentador de noticias a los 28 años. Y no es que fuera el mejor o el peor. En la cadena de televisión -que antes se llamaba pecaminosamente SIN (Spanish International Network)– hubo una crisis laboral que dejó casi vacía a la sala de redacción en 1986 y yo fui el único presentador hombre que quedó. Como no sabía leer bien el teleprompter –es más difícil de lo que parece–, la gran Teresa Rodríguez (con quien presentaba el noticiero en un principio) apuntaba con sus perfectas uñas rojas las líneas en mi guion para que no me perdiera. Aprendí.Me dieron el puesto por unos días, que se convirtieron en meses y luego décadas. Hoy presento el Noticiero Univision con otra increíble y valiente periodista, Ilia Calderón. 

Cuando comencé era una época en que los grandes anchors de la televisión (Peter Jennings, Dianne Sawyers, Tom Brokaw, Barbara Walters, Dan Rather, Connie Chung, Katie Couric…) dominaban las noticias. Ningún político se podía elegir si no salía en la televisión; era el medio de mayor impacto. Ya no. Eso se acabó.

La internet lo cambió todo. Las generaciones más jóvenes manejan mucho mejor las nuevas tecnologías que los que nacimos sin celular o laptop. Hoy ocho de cada 10 estadounidenses reciben sus noticias en sus celulares o en su tableta y computadora. Hay una gigantesca ola que se está llevando las audiencias de la televisión tradicional a las redes sociales. Es como si unos extraterrestres las hubieran secuestrado. 

Hace poco, por ejemplo, entrevisté a Mario Kreutzberger, quien durante más de medio siglo condujo el popular programa Sábado Gigante con su personaje Don Francisco. Los ratingsde televisión no fueron muy altos. Calculo que no pasamos del medio millón de televidentes. Sin embargo, esa misma entrevista ha sido vista por más de ocho millones de personas en Facebook y sigue aumentando. La lección es clarísima. 

Sé un surfista, no un ancla. 

El contenido, no importa lo que sea, sigue siendo rey y reina. Pero la gente ya no va a buscarlo a un solo lugar y a una hora específica. Cuando me toca dar un discurso en las escuelas, le suelo pedir a los estudiantes: “Véanme bien, que soy un dinosaurio”. Es cierto. Ya son muy pocos los que van a visitar al anchor de televisión a su guarida perfectamente iluminada a las seis y media de la noche. Los anchors estamos en peligro de extinción. 

Por lo tanto, hay que dejar de ser un ancla y convertirse en surfista. Y moverse de plataforma en plataforma, surfeando redes, para llevar el contenido a los lugares donde se han mudado las nuevas audiencias. Ese es el presente y el futuro. Quienes no lo entiendan, como dinosaurios mediáticos, van a desaparecer del nuevo universo digital. Dudo que hoy podría mantener mi trabajo si no tuviera una fuerte presencia en Twitter, Instagram y Facebook. Para sobrevivir en esta industria he tenido que ponerme a surfear. 

Pero aún hay ciertas cosas que no han cambiado. 

Si la gente no te cree, de nada sirve tu trabajo. La credibilidad y la confianza es lo único que cuenta en el periodismo. Y se gana a base de pura repetición; diciendo cosas que luego se comprueba que son verdaderas. Si la gente te deja entrar todos los días a su casa lo menos que puedes hacer es decirle la verdad. Que millones te sigan viendo, escuchando y leyendo despuésde tanto tiempo es un privilegio (aunque me critiquen en las redes sociales y me recuerden diariamente en qué no están de acuerdo conmigo). Nuestra responsabilidad más básica es reportar la realidad como es, no como quisiéramos que fuera. Así me ha tocado cubrir cinco guerras e innumerables desastres naturales, y entrevistar a decenas de presidentes, dictadores y especies parecidas. 

Pero ahora entiendo que nuestra principal responsabilidad social es cuestionar a los que tienen el poder. Ser contrapoder. Para eso le sirve el periodismo a una sociedad. Y mientras más autoritario el país, más importante y trascendente es nuestra labor. 

No podemos ser neutrales frente a un dictador o alguien que abusa de su autoridad. Hay que hacer preguntas cortas y al corazón. Lo que más duele en una entrevista con alguien poderoso es cuando no te atreves a hacer la pregunta crucial –la difícil, la que te hacer sudar las manos, la que te echa a correr el corazón– y dejas escapar al entrevistado.

Los malos, tengo que reconocerlo, casi siempre son mejores entrevistados. Y últimamente, cuando tengo una entrevista importante, suelo pensar dos cosas: que si yo no hago la pregunta difícil nadie más la va a hacer y que nunca más volveré a ver a esa persona. Eso siempre ayuda para atreverse a preguntar. 

Confieso que he viajado. Mucho. Esa fue una de las razones por las que me hice periodista. Luego de que me enviaron a Washington en 1981 a cubrir el atentado contra Ronald Reagan -y la estación de radio pagó el boleto- supe que quería pasar el resto de mi vida como testigo de la historia y conociendo a los que la hacen. Nada como reportar sobre los ataques del 9/11 en Nueva York o la caída del muro en Berlín. Es la historia frente a tus ojos. En el periodismo como en la paternidad, la mitad se logra estando presente. 

Dar las noticias es, sin embargo, un quehacer muy efímero. Le he dedicado mi vida a cosas que desaparecen al próximo día y, a veces, a la hora siguiente. En eso, el periodismo se parece tanto a la vida y te prepara para morir muchas veces -y reinventarte- cada 24 horas. 

Le he dado la vuelta varias veces al planeta y volado más de 3 millones de millas, según dice la tarjeta de una aerolínea. Pero el costo personal ha sido altísimo. Esta es una profesión de muchos rompimientos y frustraciones. El periodismo es celosísimo. Perdí la cuenta de todas las veces que he pedido perdón por faltar a un aniversario, cumpleaños, fiesta o evento escolar. Y todo por cubrir la noticia del día o de la hora. Ahora, a los 63 años, siento que me faltó tiempo para experimentar más y para equivocarme más.

“¿Cuál ha sido el peor error de tu carrera?” me preguntó hace poco Eduardo por Zoom, un estudiante de la Universidad Vasco de Quiroga de Morelia, México. Y tuve que parar para buscar una respuesta. Me desbalanceó. Nunca me habían hecho esa pregunta. Pero ya tengo una contestación. 

Este trabajo me ha dado tanto. Pero, también por él, he dejado de hacer muchas cosas. 

Me faltaron unos 20 años para haberme ido a vivir un rato a Tokio, a Bali, a Venecia, al Tibet y a la India. Tanto mundo y tan poco tiempo. Me faltó tiempo para regresar a vivir a la ciudad de México, volver a los lugares donde crecí y recuperar un poquito de las amistades que dejé truncadas cuando me fui intempestivamente a los 24 años de edad. 

Esa idea de volver -tan de mariachi– nos agobia a los que nos convertimos, sin quererlo, en inmigrantes. Pero ser inmigrante marcó mi carrera periodística. Hoy busco que otros inmigrantes que llegaron después de mí tengan una voz y las mismas oportunidades que yo tuve. Y mi trabajo es, muchas veces, ser un traductor: entre el español y el inglés, entre los latinos y los que no lo son, y entre América Latina y Estados Unidos. Soy, como diría la escritora Sandra Cisneros, un anfibio viviendo en dos mundos. 

Cuando comencé no tenía una sola cana. Hoy tengo todo el cabello blanco y la broma en la sala de redacción es que cada una de mis canas tiene nombre y apellido o está ligada a una noticia. Trabajo, lo sé, con muchos de los mejores periodistas del mundo que, día a día, se han convertido en mi familia extendida. Ahí están, detrás de las cámaras, y sin ellos yo no podría hacer lo que hago. De verdad, gracias. 

No sé cuántos años más me queden de anchor. Y, como todos, tengo mi lista de pendientes. Pero quien es periodista nunca deja de serlo. Es la única profesión que te obliga a ser joven y rebelde toda tu vida. Es una bendita adicción que aún no estoy dispuesto a soltar… 35 años después.

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