Oriana Fallaci fue una gran preguntadora. Para los periodistas que crecimos antes de las computadoras, la internet y los celulares, había pocas cosas que crearan más expectativa que la publicación de una entrevista de la reportera italiana.
Se enfrentaba al poder como pocas y sus reportajes, casi siempre, terminaban en controversia. Uno podía pensar muchas cosas de “la Fallaci”, como le decían, pero era inevitable calificarla de valiente para esos encuentros con los poderosos.
Sus preguntas eran como un cuchillo. Cortaban. A veces terminaban con carreras. Y siempre golpeaban la fama y la reputación. Nadie se salvaba del látigo de sus puntiagudas interrogaciones. Preparaba sus preguntas pacientemente; eran precisas y tocaban donde más dolía. “Mis preguntas son brutales porque la búsqueda de la verdad es como una cirugía. Y las cirugías duelen. La mayoría de mis colegas no tienen el valor de hacer las preguntas correctas,” decía, según cuenta la investigadora Cristina de Stefano en su extraordinario libro Oriana Fallaci; la Periodista, la Agitadora, la Leyenda (recientemente traducido al inglés).
No insultaba, solo preguntaba.
Sus entrevistas eran una guerra. Igual con el exsecretario de estado, Henry Kissinger, y el ayatola Khomeini que con los actores más conocidos de Hollywood. “Una entrevista es algo extremadamente difícil, una examinación mutua, una prueba de nervios y de concentración”, dijo. “En mis entrevistas no solo uso mis opiniones sino también mis emociones. En todas mis entrevistas hay drama….Soy yo quien interpreto los hechos. Siempre escribo en primera persona. ¿Qué soy yo? Un ser humano.”
Uno siempre sabía lo que Oriana quería preguntar. Claridad ante todo; lo opuesto a esos entrevistadores que usan palabras rebuscadas y preguntas/discursos interminables. “Detesto las palabras difíciles, complicadas e impenetrables”, explicó una vez. “Y aprendí a detestarlas debido a mi madre, quien era una mujer muy inteligente pero sin mucha educación formal…Mi madre siempre decía: ‘Escribe con sencillez, por favor. Yo también quiero entender.’”
Oriana entendía que una característica fundamental de todo buen periodista era desobedecer. “Para mí, ser periodista significa ser desobediente”, le escribió a un colega. “Y ser desobediente significa estar en la oposición. Y para estar en la oposición, tienes que decir la verdad.” Es interesante como, para ella, la verdad (casi) nunca podía salir de los gobernantes o los poderosos. Por eso había que arrancárselas. Con preguntas.
Oriana fue una periodista muy desobediente y muy valiente. Y ella lo sabía. “El coraje es una de mis pocas virtudes,” reconoció. Y nunca se pensó como una simple testigo de la historia. “Los periodistas no solo cuentan los eventos. También los crean. Los provocan.”
Cubrió muchas guerras pero siempre estuvo opuesto a ellas. “La guerra no sirve para nada”, dice el personaje de uno de sus libros de ficción. “No resuelve nada. Tan pronto como termina (una guerra), te das cuenta que las razones por las que se peleó no han desaparecido o que hay nuevas razones que han reemplazado los viejos argumentos.”
Para ella el periodista tenía que involucrarse, embarrarse y enlodarse en el lugar y en el tiempo que le tocó vivir. Fue así que Oriana cometió el error más grande de su carrera. En sus últimos años, antes de morir de cáncer en septiembre del 2006, Oriana publicó varios escritos anti-musulmanes, cargados de prejuicios y de rabia. Y eso es imperdonable.
Pero a Oriana no le importó mucho lo que pensáramos los demás. Era una mujer que imponía y que no parecía muy accesible. Odiaba, cuenta el libro, que extraños y periodistas tocaran la puerta de su apartamento en Nuev1gujyo la vi, desde lejos, en el lobby de un hotel en Dhahran, Arabia Saudita, durante la cobertura de la guerra del golfo pérsico en 1991. No me atreví a acercarme y decirle que admiraba la forma en que hacía sus preguntas.
Siempre me he arrepentido de no haberme atrevido a hablarle. Pero aprendí. Desde entonces me prometí a que nunca más me quedaría callado. Y ahora, antes de cada entrevista importante, casi siempre pienso: ¿qué hubiera preguntado “la Fallaci”?