Opinión: La vida antes de la vacuna

Por Jorge Ramos

Todos tenemos una historia -o cientos- que contar en esta pandemia. La mía termina, felizmente, con una vacuna de Moderna en mi hombro derecho.

Esperé mi turno y fue casi un regalo de cumpleaños. Me la pusieron dos días después de cumplir 63 años y cuatro días más tarde de que en la Florida, donde vivo, empezaran legalmente a vacunar a mayores de 60 años. Es una de esas pocas veces en la vida en que conviene no ser joven.

Mi historia, como la de todos, comenzó hace un año aproximadamente. El 9 de marzo del 2020 había ido a un espectacular concierto de Billie Eilish en Miami. Ya había graves reportes del coronavirus en China pero en el evento nadie llevaba máscara; recuerdo que mi principal preocupación era que las dos niñas de 9 años a quienes estaba cuidando no tocarán los barandales metálicos. Qué ilusos éramos.

E ignorantes. Sabíamos tan poco de lo que luego llamaríamos Covid-19. Después del concierto viajé a Washington para participar el 15 de marzo como uno de los tres moderadores de un debate de la cadena CNN entre los candidatos demócratas a la presidencia, Joe Biden y Bernie Sanders. Era una de esas grandes oportunidades que se dan muy pocas veces para un periodista de televisión (y más para mí que trabajo en español).

Y entonces vino la llamada.

Un amigo muy cercano, a quien le había dado un abrazo en su fiesta de cumpleaños, había estado expuesto a alguien que se contagió de coronavirus. En esos días era casi imposible hacerse pruebas rápidas para detectar la enfermedad. Y ante la incapacidad de saber si mi amigo estaba infectado, y si yo lo estaba también, tuve que tomar la angustiosa decisión de cancelar mi participación en el debate. Nadie me hubiera perdonado el contagiar a Biden o a Sanders que luchaban por la presidencia contra Donald Trump. “Abundancia de cuidado”, fue la explicación oficial. (Afortunadamente para todos, la periodista Ilia Calderón tomó mi lugar e hizo un trabajo espectacular.)

Lo peor, por supuesto, estaba por venir.

El presidente Trump, según le reconoció al periodista Bob Woodward en marzo del 2020, nos mintió a todos. “Lo quería minimizar”, le dijo en una entrevista, porque no quería “causar pánico”. De nada sirvió la mentira. Más de 550 mil estadounidenses han muerto por la pandemia. Más que en cualquier otro país del mundo.

He tenido la suerte de no ser uno de los 121 millones de personas en el planeta que se han contagiado de coronavirus. Y digo suerte porque conozco a mucha gente que se cuida mucho más que yo -con máscaras, caretas de plástico transparente y guantes, distancia social, evitando lugares públicos…- y que ha terminado en una unidad de cuidados intensivos.

Ese maldito virus vuela y se cuela.

Ilia y yo hacemos el Noticiero Univision todos los días separados por una pared de plexiglass. Cada vez que entro a la semivacía sala de redacción me toman la temperatura y tengo que llenar un cuestionario médico. Pongo gasolina al auto con un guante de plástico, evito en lo posible hoteles, tiendas y restaurantes, pido casi todo por correo o teléfono, y aplaudo y apoyo la heroica labor de médicos, enfermeras, científicos, campesinos y trabajadores esenciales que nos han permitido sobrevivir la peor tragedia de nuestra vida colectiva.

Soy, como todos, un hipocondriaco recién graduado y especialista en virus voladores. Cada tos o dolorcito de garganta me lleva al botiquín de la casa para medirme el oxígeno en la sangre y prefiero ponerme rojo y reventar que estornudar en público. (Truco de conductor de televisión: si te dan ganas de estornudar, apriétate suavemente uno de los ojos, por arriba del párpado y el estornudo desaparece).

Si me contagiara de coronavirus, no lo sabría inmediatamente. Mi nariz es totalmente inútil. Es solo un pedazo de piel y cartílagos que cuelga frente a mi cara, con dos túneles asimétricos por donde pasa atropelladamente el aire. Después de tres operaciones de nariz (una por nacer con fórceps y dos por golpes) he perdido casi por completo el sentido del olfato. Quienes padecen de Covid-19 se quejan de no oler los alimentos. Anosmia, es la palabra médica que define esa condición. Yo he vivido la mayor parte de mi vida así. No huelo casi nada.

Mi osmocosmos -palabra inventada por Harold McGee, que viene del griego osme (que significa olor) y que se refiere a la totalidad de nuestro universo olfativo- se reduce a un par de olores percibidos cada mes. Y el problema es que esos olores se me quedan por horas en el cerebro. Por otra parte, puedo ir a lugares que huelen horrible -o estar junto a personas que no se han bañado- y ni cuenta me doy. Si creyera en los dioses, sería seguidor de Yacatecuhtli -el “señor de la nariz” en náhuatl- y protector de viajeros y caminantes.

Nadie ha estado a salvo. ¡Qué terrible enfermedad que nos ha separado físicamente de los que más queremos! Incluso en el momento de su muerte. Es como la venganza de nuestro peor enemigo. En realidad, fue una enfermedad que surgió de murciélagos en el sur de China o el sureste asiático, que se lo transmitieron a animales domésticos y ellos, a su vez, a seres humanos, según le explicó el investigador de la Organización Mundial de Salud, Peter Daszak, al diario The New York Times, luego de una visita a Wuhan, China. Y de ahí se fue como plaga al resto del mundo.

Todos estamos esperando un regreso a la normalidad. Pero eso no existe. El aislamiento, vivir enmascarados, las infinitas reuniones en Zoom y el miedo al prójimo nos ha cambiado. El mundo nunca será como en el 2019. Es otro. Más adolorido y golpeado. Y quizás un poco más sabio. Es maravilloso que se hayan inventado tantas vacunas contra el coronavirus en tan poco tiempo. Pero también es tristísimo que tantos países en el mundo no las hayan recibido todavía. Esa desigualdad va a durar más que el virus.

Con mi nueva vacuna quiero volver a viajar. Mucho. Pero aún tengo que esperar dos semanas después de la segunda dosis para estar protegido. El primer viaje será a la ciudad de México a reunirme con mi mamá de 86 años, que no he visto en más de un año y quien, también, se acaba de vacunar. Ya me estoy saboreando ese abrazo.

 

Mientras tanto, con mi vacuna en el brazo, tengo un solo pensamiento: no hay tiempo que perder.

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