Por Jorge RAMOS
Przemysl, Polonia, en la frontera con Ucrania. En unos 70 kilómetros se puede ver todo el horror de la guerra.
La carretera que va de Leópolis en el oeste de Ucrania hasta la fronteriza ciudad de Przemysl en Polonia refleja en toda su dimensión la tragedia humanitaria causada por la brutal invasión rusa. El éxodo se intensifica ante el avance de los bombardeos. Dos millones de ucranianos han huído de su país en dos semanas, según la agencia de Naciones Unidas para los refugiados. Y nada es fácil durante la guerra.
Un trayecto que a un grupo de cuatro periodistas y una conductora ucraniana nos hubiera tomado normalmente una hora, terminó en siete. Y fuimos afortunados. Pasamos varias barricadas y sitios de vigilancia dentro de Ucrania ante los tensos ojos de militares, policías y voluntarios. Todo iba bien hasta que, según el GPS del auto, faltaban 12 kilómetros para llegar a la frontera. Y ahí, de pronto, todo se detuvo.
Ante nosotros aparecía una interminable fila de autos. Al principios creímos que era simplemente otra barricada, otro sitio de inspección. Pero al rato nos dimos cuenta que se trataba de una enorme hilera de vehículos que se extendía hasta la frontera polaca. La ecuación es sencilla: mientras más muerte y ataques ocurran en Ucrania más gente tratará de escapar.
Esperamos pacientemente una, dos, tres horas. Casi no nos movimos. La gente a nuestro alrededor se empezó a desesperar. Varios autos se dieron vuelta en U. Pero muchos ucranianos decidieron bajarse de los coches y caminar los 12 kilómetros que faltaban hasta la frontera en temperaturas congelantes. Y ahí quedó totalmente al descubierto la magnitud del drama ucraniano.
Familias con niños empezaron a desfilar al lado de la carretera. Una joven llevaba cargado a su perrito, una bola de pelo café que temblaba, no sé si por el frío o por el miedo. Un adolescente cargaba su guitarra a la espalda; pudo escoger cualquier otra cosa pero pensó que la música era su mejor acompañante. Vi una niña que tendría cuatro o cinco años, vestida toda de rosa, incluyendo las botas y cubierta hasta la cabeza. Apenas se le veían los ojitos. Pero caminaba agilmente y con propósito, tomada del guante de su mamá como si fuera a la feria o a ver a una amiga.
El equipo madre/abuela es invencible. Los hombres, de 18 a 60 años de edad, tienen prohibido salir de Ucrania. Así que son las madres y las abuelas las que han tomado el liderazgo en este éxodo. Vi muchos equipos de cuatro personas, perfectamente coordinados. Mientras una carga a un niño, la otra le da de comer a la nieta. Y todo al tiempo de jalar dos o tres maletas sin un solo gesto de protesta. Su paciencia parece infinita. Mis respetos.
A pesar de que los refugiados estaban exhaustos, sorprendentemente, no mostraban su cansancio. Su ansiado destino se acercaba. Es como si hubieran recibido un shot de energía y no estuvieran dispuestos a parar hasta llegar a la frontera. Estas muestras de determinación y fuerza las vi una y otra vez en esa carretera.
Lo que pasa es que en la guerra se vive más intensamente. Tus sentidos están al máximo. El hambre, el cansancio y el frío pasan a un segundo plano; lo importante es sobrevivir. Cuando todo a tu alrededor te amenaza, cada célula de tu cuerpo trabaja para mantenerte con vida. Estás en overdrive. En la guerra aprendes que se puede vivir de adrenalina por mucho tiempo, sin dormir ni cansarte, con muy poca comida y agua, hasta que estás a salvo. Y es ahí, en ese instante, cuando el cuerpo te lo cobra. Pero mientras tanto, la máquina corporal te va a mantener al ciento por ciento. O más. Es cuando estás rodeado de tanta violencia y muerte que estás más vivo. Cada día de guerra es como si te chuparas un año de vida.
Tras tres horas de espera y muy poco avance, había que cambiar de plan. Corríamos el riesgo de perder los envíos de reportajes y vuelos. Sacamos nuestras credenciales de prensa, con una cinta le pusimos las letras “TV” al cofre del auto, escribimos la palabra PRESS en un cartón y se las mostramos a los policías que guardaban el orden en la carretera. Increíblemente, nos dejaron pasar por el centro de la carretera. Por un lado los vehículos estaban detenidos y por el otro, en dirección hacia el centro de Ucrania, pasaban velozmente. Seguimos con cautela detrás de un camionzote azul.
Vi miles de autos esperando su turno para cruzar hacia Polonia. La mayoría de las familias en la carretera tendrían que pasar la gélida noche dentro de sus coches. Y con suerte cruzar al día siguiente. O al siguiente. Nadie, aquí, podía garantizar nada. La vida pierde su orden en la guerra.
Al acercarnos a la frontera, decenas de autobuses amarillos descargaban a cientos de ucranianos que venían huyendo de las ciudades más atacadas por los rusos. Y en improvisadas caravanas se acercaban, caminando y jalando maletas, hacia los puestos migratorios. Ahí, de nuevo, había que hacer una larguísima fila mientras caía amenazante la noche. Nos bajamos del auto -no tenía autorización de cruzar a Polonia- y empezamos a caminar con los futuros refugiados.
Nos confundimos entre ellos. Luego de varios días de travesía, llevaban lo más básico: documentos, un cambio de ropa, cepillo de dientes y algún objeto pequeño que son imprescindibles para recordar lo que fuiste. Caminábamos de prisa, en silencio. Y llegamos a la frontera de Ucrania.
Era el momento de las despedidas. Una pareja con un bebé se vió fijamente a los ojos, él le tocó la cara, ella lloraba, se dijeron adiós y sin controlar las lágrimas ella se dio la media vuelta y se fue con el menor en brazos. Él, estoico, se quedó varios segundos en la puerta del puesto fronterizo. No se podía mover. Nos dejó pasar mientras veía alejarse a su esposa y a su bebé. Nadie sabe cuándo se volverán a ver.
Tras pasar la inspección en Ucrania, otra aglomeración se había formado antes de entrar a Polonia. Nos dividieron en grupos más pequeños y nos enviaron a unas casetas para mostrar el pasaporte. La mujer que iba delante de mí entregó su identificación y se persignó tres veces. La dejaron pasar.
Del lado polaco había un caos: representantes de la Cruz Roja, voluntarios ofreciendo tarjetas telefónicas, vendedores ambulantes, familiares esperando a los suyos y prensa de todo el mundo. Pero en medio del tumulto se escuchaba la música de un pianista que arrastró hasta ahí su golpeado instrumento para darle la bienvenida a los recién llegados. Una canción de Coldplay como fondo musical a la tragedia.
Seguro más tarde, cuando pueda digerir todo lo que vi, sacaré mis propias conclusiones. Uno nunca queda igual después de algo así. Por ahora solo sé que la guerra es el horror.