Opinión: La masacre del día

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Fue un día típico.

Me levanté temprano con un poco de jet lag, sudé completa la clase de yoga, pagué cuentas, escribí un poco, hice algunas llamadas, fui al estudio a realizar una entrevista –al chef José Andrés sobre cómo cambiar el mundo con la comida- y, un poco más tarde, me pasé cinco horas al aire reportando en la televisión sobre la masacre del día en Estados Unidos. Todo normal. 

Las matanzas se han vuelto parte de nuestra vida en este país. La de San Bernardino en California llama la atención porque fue realizada por una pareja, probablemente radicalizada y cuya misión con cuatro armas de guerra dejó más muertos -14- que cualquier otra desde el 2012. El FBI lo investiga como un acto terrorista. Pero, en el fondo, es otra masacre más. 

“Otra vez”. Así encabezó, con razón, el periódico El Nuevo Herald su cobertura la mañana siguiente. Independientemente de los motivos específicos de esta nueva tragedia, Estados Unidos se ha convertido en el país de las matanzas. Y lo seguirá siendo. 

“Tenemos un patrón de tiroteos masivos en este país que no tiene paralelo en el mundo”, dijo el presidente Barack Obama en una entrevista. “Debemos unirnos de manera bipartidista, a todos los niveles, para que estos tiroteos sean algo raro y no la norma.”

Pero eso no va a pasar. Ningún candidato presidencial –ninguno- se atreve siquiera a proponer la prohibición de armas de fuego. Y hasta las ideas más razonables –como impedir la venta de armas a gente en la lista negra para vuelos comerciales- son rechazadas en el congreso. Conclusión: hay que sentarnos a esperar la siguiente masacre.

En este país es mucho más probable que cada día haya una masacre a que no pase nada. En los primeros 336 días de este año hubo masacres en 209 días, según un análisis del diario The New York Times. Una masacre se define como un hecho violento en que mueren o son heridas cuatro o más personas. Solo en este año han sido asesinadas 462 personas y 1,314 han resultado heridas en matanzas en Estados Unidos. 

La lógica no funciona en este tema. La lógica dice que si hay menos armas disponibles habrá, también, menos masacres. Por más problemas personales, laborales, religiosos o ideológicos que tenga una persona, el daño que puede ocasionar es muy limitado si no tiene acceso a armas de fuego o explosivos. En Japón, por ejemplo, es muy difícil adquirir rifles y pistolas y, por lo tanto, ahí no se registran matanzas. 

Este debate debió haber terminado cuando mataron a 32 personas en la universidad de Virginia Tech en el 2007. Pero no pasó nada. Luego, 20 niños y 6 profesores fueron asesinados en el 2012 en la escuela Sandy Hook de Connecticut. Y tampoco pasó nada. Al contrario, hubo quienes argumentaron que había que armar a los maestros y alumnos para defenderse. 

Estados Unidos es una nación aterrorizada y asediada por las matanzas pero que no se atreve a hacer absolutamente nada al respecto. Las matanzas son tan frecuentes que ya nos sabemos de memoria el ritual de la muerte: tras los asesinatos hay una búsqueda intensísima de los pistoleros y sus motivos, luego conocemos las historias de las víctimas, habla el presidente en televisión nacional, los políticos prometen hacer cambios, se realizan los entierros y el incidente desaparece en los medios de comunicación en un par de semanas. 

Estados Unidos es un país -me consta- que cuando quiere hacer algo usa todos sus recursos para lograrlo. Pero no quiere imponer más control al uso y venta de armas. Los políticos no se atreven. ¿Por qué? Por temor a perder votos, donaciones y su pedacito de poder. 

El miedo y la ansiedad se están convirtiendo en algo normal. Ir a un cine en Aurora, Colorado, a una iglesia en Charleston, Carolina del norte, o a una fiesta de fin de año en San Bernardino, no debería ser una sentencia de muerte. Pero lo fue para decenas en un país donde es más fácil conseguir una pistola que una medicina sin receta. 

 

Lo normal, para mí, es reportar por televisión sobre una masacre casi todos los días. Solo cambia el lugar y el número de muertos. Y tonta, ingenuamente, cruzo los dedos para que en el reporte nocturno no tenga que incluir entre las víctimas el nombre de alguien que conozco.

 

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