Opinión: La insurrección

Por Jorge Ramos

Cada vez que Estados Unidos nos quiera dar lecciones de democracia, hay que levantar la mano y decir: 6 de enero del 2021. Se cumple un año de una de las principales amenazas para la democracia en más de dos siglos.

Estados Unidos acaba de realizar de manera digital el Summit for Democracy, una reunión cumbre con representantes de más de 100 países considerados democráticos por el gobierno del presidente Joe Biden. Cuba, Nicaragua, Venezuela, El Salvador, Rusia y China, entre muchos otros países, no fueron invitados.

La democracia, dijo Biden desde la Casa Blanca, es el “gran reto de nuestros tiempos”. Y luego explicó su propósito: “Ante alarmantes y constantes ataques a la democracia y a los derechos humanos en todo el mundo, necesitamos campeones de la democracia”.

Pero ¿cómo te puedes presentar como campeón de la democracia en el planeta cuando hay millones de estadounidenses que no reconocen el resultado de las pasadas elecciones y cuando el candidato perdedor, Donald Trump, no ha aceptado públicamente su derrota?

Esta es la historia de ese fatídico 6 de enero.

Ese fue el día en que una turba de seguidores del expresidente Donald Trump atacó el Capitolio de Estados Unidos. Cinco personas murieron y más de 700 personas han sido acusadas de violencia, conspiración y otros delitos, según el recuento de NPR. Al menos 140 policías y guardias sufrieron heridas.

Fue tan grave que hasta el hijo del presidente, Donald Trump Jr., le envió un texto al jefe de gabinete de la Casa Blanca, Mark Meadows, para que su padre detuviera el ataque. “Tiene que condenar esta mierda, lo antes posible”, escribió el hijo mayor de Trump. Pero el presidente no lo hizo.

Al contrario. Miembros del congreso aseguran que Trump promovió esos ataques con el propósito de anular las pasadas elecciones y quedarse ilegalmente en la presidencia. “Lo que ocurrió hoy fue una insurrección”, dijo el senador Republicano Mitt Romney, “incitada por el presidente de Estados Unidos”.

Más que una insurrección, fue un “intento de golpe de estado.” Así lo dijo en un tuit el congresista republicano, Adam Kisinger. Y el excongresista Will Hurd, quien dejó el partido republicano por sus diferencias con Trump, aseguró en Twitter que “esto debe ser tratado como un intento de golpe de estado por un presidente que no quiere dejar el poder de manera pacífica”.

Imposible saber qué había en la cabeza de Trump. Pero sus palabras, poco antes del ataque al Capitolio, fueron incendiarias y rechazaron tajantemente el resultado de las elecciones que él había perdido frente a Joe Biden. En un discurso de 70 minutos ante miles de sus seguidores congregados en el National Mall, Trump dijo las siguientes frases:

-“Vamos a detener el robo”.

-“Nunca vamos a ceder. Nunca vamos a aceptar una derrota. Eso no va a pasar”.

-“Si ustedes no pelean al máximo, se van a quedar sin país”.

-“Vamos a caminar hacia el Capitolio”.

Una investigación del congreso está tratando de determinar si hubo una conspiración por parte del Trump y su equipo para quedarse de manera ilegítima en el poder. Las palabras de Trump no dan lugar a dudas. Pero no le resultó la trampa. El sistema democrático, al final de cuentas, se impuso.

Sin embargo, el costo para la democracia estadounidense es altísimo. Más de la mitad de los republicanos (53%) cree que Donald Trump ganó las elecciones y es el presidente legítimo, según una encuesta de Reuters. Solo el 3 por ciento de los demócratas cree que Trump ganó. Es decir, Estados Unidos no hace honor a su nombre y está políticamente partido por la mitad. Y Trump es el culpable de esta división.

Así no se puede ser campeón de la democracia.

China, que no fue invitada a la reunión cumbre sobre la democracia, dijo a través de su ministerio de relaciones exteriores que “los balazos y la farsa en el Capitolio han revelado lo que yace debajo de las bonitas apariencias de la democracia estilo americano” Y los rusos, que tampoco fueron invitados, dijeron a través de una portavoz que era “patético” el supuesto derecho de Estados Unidos de decidir qué países podían llamarse democráticos y cuales no.

Independientemente de las críticas desde el exterior, este no es un Estados Unidos que yo reconozco. Cuando llegué a este país en 1983 venía de un México salvajemente autoritario, donde los presidentes se escogían por dedazo, donde había censura oficial y se reprimía cualquier tipo de disidencia. Y por eso admiré un sistema establecido desde 1776 donde ganaba el que tuviera más votos (electorales) y hasta los perdedores le deseaban suerte a los ganadores.

Recuerdo perfectamente cómo Al Gore reconoció su derrota ante George W. Bush en el 2000 cuando la Corte Suprema detuvo un nuevo recuento. Los separaban solo 537 votos en la Florida. Gore pudo haber rechazado los resultados pero no lo hizo por respeto a las reglas democráticas y por el bien del país.

Y así fue hasta que apareció Donald Trump. Desde luego, no podemos culpar a un solo hombre por la erosión democrática en Estados Unidos. Sus seguidores y varios miembros republicanos del congreso también tienen mucha responsabilidad al no aceptar los resultados oficiales de las pasadas elecciones. Pero la oposición no ha hecho una vigorosa defensa de la democracia. Es un error creer que Estados Unidos sobrevivirá en automático los intentos antidemocráticos de Trump. Por eso es preciso denunciar públicamente a quienes hoy, todavía, no reconocen la legítima victoria de Biden.

 

La “gran mentira” es como se le conoce a los fallidos intentos de Trump de declararse ganador de las elecciones del 2020. Él y muchos políticos ultraconservadores siguen repitiendo y extendiendo esa mentira. Y millones de estadounidenses se la creen. Esa es una verdadera amenaza para el país. Las elecciones del 2024 serán una prueba de fuego. Así que, mientras este asunto no se resuelva y se condene a los responsables intelectuales de la insurrección del 6 de enero, Estados Unidos no se puede poner a dar lecciones de democracia al resto del mundo.

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