París, Francia. Nadie espera morirse en París -una de las ciudades más bellas y civilizadas del mundo- de un bombazo, de un balazo o de un ataque terrorista. Eso, generalmente, pasa en otros lugares. No aquí. Por eso estos últimos días han sido tan extraños.
Llegué horas después de que terroristas de grupo Estado Islámico en Irak y Siria (ISIS) causaran la muerte a más de 120 personas en restaurantes, bares, un teatro y un estadio de futbol. Parte de ser periodista es llegar -y rápido- a los sitios de donde la gente sale huyendo. Y nunca había visto a París tan vacía, tan triste y tan asustada. Hasta la torre Eiffel estaba cerrada y sin luces.
En Londres, un día después de los ataques terroristas al metro y autobuses en el verano del 2005, los británicos salieron a retomar sus calles. Yo los vi. No, no iban a dejar que los terroristas de Al Kaeda les robaran sus libertades y su estilo de vida.
En cambio muchos parisinos se quedaron en casa días después de los ataques terroristas (tal y como lo había solicitado su presidente Francois Holland). El miedo se podía tocar. Nadie creía que solo 7, 8 o 9 militantes de ISIS podían haber causado semejante masacre. Otro ataque podía ocurrir en cualquier momento.
ISIS logró lo impensable: llevar la guerra hasta París. La lógica de los terroristas es muy primitiva y directa: Francia bombardeó civiles en Siria y ahora ellos, en represalia, fueron a matar civiles en Francia. Y Washington sigue, amenazaron.
Leticia, Cristal, Ani y Vincent llegaron con miedo a la entrevista que tenían conmigo frente al teatro Bataclan, donde habían muerto 89 personas. En el metro se fijaban en las personas que llevaban mochilas. Temían otro atentado.
Ellos cuatro -ninguno pasa de los 23 años de edad- son sobrevivientes de los atentados de París. Estaban en el partido de futbol que Francia le ganó 2 a cero a Alemania cuando oyeron unos estallidos. Más tarde se enterarían que, a las afueras del estadio, tres terroristas suicidas detonaron las bombas caseras que llevaban escondidas debajo de la ropa.
Esas bombas eran para ellos y no entienden por qué otros jóvenes los querían matar. No se los quise decir pero creo que la guerra apenas comienza y va a durar muchos años.
Estos momentos en París me recordaron tanto las horas posteriores a los actos terroristas del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York. El miedo crudo, la incertidumbre, la impotencia. No, no queríamos perder nuestras libertades y derechos pero, antes, había que salvar la vida.
Sin embargo, las costumbres de los hombres y mujeres libres de Francia se imponen y, poco a poco, retoman los espacios públicos. Los cafés en los Campos Elíseos, en Le Marais y en Saint Germain des Prés se han vuelto a llenar. Hay fila, otra vez, para comer bistec con salsa de pimienta y papas fritas en el restaurante Entrecote. Cada taza de café, cada copa de vino de Bordeaux y cada paso dado en la calle es una minúscula pero significativa victoria frente a los intolerantes.
Pero la guerra sigue. La tele está llena de sabelotodos que, equivocadamente, comparan a refugiados con terroristas y a musulmanes con violentos. Cambio de canal, veo la magnífica cobertura de CNN, y sé que al llegar a casa en Estados Unidos me esperan los mismos gritos de los que, injustamente, comparan a inmigrantes con criminales y terroristas. Sé también que la próxima elección en Estados Unidos es increíblemente importante: ese presidente o presidenta nos podría llevar a una guerra -otra más- en Siria. (Pongo una nota en mi calendario el 8 de noviembre del 2016: Ir a votar.)
Antes de irme de París paso por la torre Eiffel -que ahora está pintada de azul, blanco y rojo- y me detengo de nuevo frente al teatro Bataclan. A un lado están las ofrendas a los muertos: las flores, las velas, las cartas con cosas que nunca se dijeron en vida.“Esta es la generación Bataclan”, le oigo decir con razón a un reportero español. Sí, a esta nueva generación le toca resolver un problema -el del extremismo suicida- que hoy parece intratable. Hoy los políticos en el poder, tanto en Europa como en Estados Unidos, no saben qué hacer.
Mientras, la lluvia gélida del noviembre parisino -como el miedo mismo- se cuela incómodamente por mi chaqueta, desde el cuello hasta la espalda, y no sé si tengo más frío por dentro que por fuera.