Por Jorge RAMOS
Para Nicolás.
Missoula, Montana. Nunca he tenido más frío que en una noche en el estadio abierto de la Universidad de Montana durante un juego de futbol americano.
El partido apenas comenzaba cuando se desató una nevada feroz. No estaba pronosticada. En minutos la cancha quedó manchada de blanco. Era imposible ver las líneas de juego y los números de las yardas. Los empleados de mantenimiento batallaban para apartar la nieve de la zona de touchdown. Era una labor inútil. En segundos todo se volvía a cubrir de copos blancos.
En circunstancias normales, cuando nieva tanto, el mundo se paraliza. Es, digamos, lo que ocurre en casi todos lados cuando no puedes ver bien y es peligroso dar un paso sobre el hielo. Pero no en Montana y menos durante un partido de futbol de los Grizzlies. No vi moverse a ninguno de los casi 25 mil espectadores que abarrotaban el estadio Washington-Grizzly. Era un ya estamos aquí y no nos vamos a mover.
Mi celular pronosticaba temperaturas bajo cero pero no nieve. Aun así me vestí con todas las capas posibles hasta casi reventar los zippers de mi chaqueta. De nada sirvió. Mientras yo tiritaba en mi asiento sobre una congelada barra de metal, mis compañeros de estadio parecían disfrutar del helado espectáculo. Hasta que me di cuenta de mi error; mis jeans estaban empapados de nieve derretida. Solo a un mexicano que vive en Miami se le puede ocurrir vestirse así en Montana a punto de comenzar el invierno. (Días después un flu fulminante me tumbaría en cama por una semana.)
En la cancha, con mangas cortas y las pantorrillas al desnudo, los jugadores parecían inmunes al frío. Chocaban unos contra otros y cuando caían botaban al aire la nieve acumulada, como si crearan efectos especiales. La pelota, estoy seguro, se había convertido en una piedra. La lanzaban y pateaban como si fuera de chicle.
Hay algo de teatral en el deporte más popular de EEUU. No se trata solo de ser fuerte y agresivo, también, de aparentarlo ante tus contrincantes. En este contexto, tener frío (y mostrarlo) sería muestra de debilidad y, quizás, de falta de concentración. A los lados de la cancha hay calentadores de aire. Pero esas ráfagas cálidas no llegan a todos los rincones del campo. Hay que vencer al contrincante y al frío.
Estábamos ante una de las nevadas más severas en el noroeste de EEUU pero el juego siguió. Es el concepto de que nada debe parar un partido de futbol americano. Los espectadores apoyaban a su equipo con el desbordante entusiasmo que vi en un estadio de soccer en Roma o en una final del mundial, como si fuera el último día del planeta. Para que no quedara dudas de la intención de ganar, un cañón tronaba balas de salva cada vez que el equipo local anotaba. ¡Qué viva el tinitos!
¿Nieve? ¿Cuál nieve?
Les cuento cómo llegué hasta aquí.
Mi hijo Nicolás es uno de los pateadores del equipo de futbol americano de la Universidad de Montana. Y esta ha sido una gran temporada para su equipo. Ganaron en su división (Big Sky) y terminaron entre los cuatro mejores de su conferencia en EEUU. Nico está en su mejor momento metiendo esa pelota ovalada entre dos postes amarillos desde ángulos inverosímiles y a veces bajo la nieve y con viento. Lo sigo como los fanáticos del otro futbol siguen a Messi. A donde vaya. Primero en NJ, luego en CA y ahora en Montana. Soy su fan. He viajado tantas veces esas ocho o nueve horas de vuelo de Miami a Missoula -más que un trayecto a Europa- como si fuera una feliz peregrinación.
Desde niño Nico tenía una pierna derecha muy fuerte. Sus compañeros de la escuela primaria se volteaban cada vez que despejaba el balón de soccer, y dos o tres se quedaron sin aire tras un balonazo en la panza. Los fines de semana yo era su portero y pasamos veranos en cualquier parque que tuviera una portería con red. Pensaba: yo no logré ser futbolista, como Pelé o Enrique Borja, Nico lo será. Pero esos son sueños mexicanos. Mis sueños.
Los sueños de Nico -quien perdió en la cancha las últimas tres letras de su nombre original- eran en inglés, con sus amigos, en un deporte que él escogió y en el país donde nació. Un buen día, alguien le regaló a mi hijo una pelota de futbol americano y su vida cambió para siempre. Encontró su pasión y un propósito, se diferenció de su papá y de su hermana Paola, lleva más de cinco años entrenando y estudiando. (Las universidades no los dejan jugar a menos que estén inscritos en un plan de estudio.)
Cuando terminó el juego bajo la nieve en Missoula -que ganaron- bajé a la cancha y lo abracé. Él, sonriente con los brazos al descubierto y una estrecha camiseta de nylon con el número 83, y yo con chaqueta, suéter, camiseta, gorro, guantes, bufanda, una gruesa cobija que me compré, y pálido color hueso por las tres horas al descubierto en la noche más gélida de mi vida. Hablamos del partido, lo felicité por sus goles de campo y supe que la vida ha sido buena con nosotros. Nos despedimos con otro abrazo, largo, sentido. El ritual padre-hijo. Él tenía que volver con el equipo.
No había ni Uber ni taxi. Era casi media noche cuando regresé del estadio a mi hotel. Otro error. No es que fuera muy lejos -unos 20 minutos- sino que la nieve se había convertido en pista de patinaje. Vi caer, frente a mí, a otros ilusos como yo. Y no quería regresar en ambulancia con una pierna rota. Así que rápidamente aprendí la técnica del pingüino y, pasito a pasito, y con nieve hasta en las orejas llegué al hotel.
Nunca más vuelvo a pasar este frío, me prometí. Fue como estar tres horas dentro de un refrigerador. Pero a los minutos, descongelado y entusiasmado por el triunfo de Nico, le llamé y le pregunté: “¿Cuándo es el próximo juego?”