Opinión: El río que ahoga los sueños

Se llamaba Margaret. El cuerpo de la niña de cinco años fue encontrado muy lejos del lugar donde se soltó de la mano de su madre en el río Bravo/Grande.

Las dos venían de Guatemala y trataron de cruzar desde México hacia Texas. La niña fue arrastrada por la corriente “unos cinco kilómetros del punto A al punto B”, dijo a Reuters el jefe de bomberos de Ciudad Juárez, donde la encontraron a la orilla del río. Por televisión vi imágenes de la madre, después que identificaron a su hija, y estaba desconsolada; no puedo imaginarme un dolor más grande.

El río que separa a México de Estados Unidos hace honor a su nombre; es grande y bravo. Y engañoso y mortal. Hay veces en que parece un riachuelo mansito que se puede saltar de piedra en piedra como en un juego de niños. Pero otrás es un monstruo que se lo devora todo debajo de una superficie casi siempre plácida y plana. Es un río que ahoga los sueños.

Dos veces me he metido a ese río para hacer un reportaje. Y lo hice con todos los cuidados. Una lancha de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos siempre estuvo a mi lado. El agua es oscura, verdosa y fría, llena de desechos, es el desagüe de casas y empresas, y en una de las dos veces me hice una cortada en un pie con los enredados helechos que hay en el fondo. Pero lo peor era la corriente. A pesar de su aparente calma, el río me arrastró decenas de metros desde el lugar en que entré hasta donde salí. Impensable hacerlo sin ayuda o con un niño a un lado.

Desde octubre del año pasado han muerto más de 200 inmigrantes en el sector fronterizo de Del Río, en Texas. No todos ahogados. Pero las cifras destacan lo peligroso que es cruzar ilegalmente hacia Estados Unidos.

A pesar del riesgo de morir ahogado en el río, deshidratado en el desierto, de tener un accidente en el tren o de ser víctima de criminales y violadores, hay cifras récord de inmigrantes cruzando al norte. Más de 162 mil personas entraron ilegalmente a Estados Unidos en julio y fueron detenidas. En los últimos 10 meses el total sobrepasa los 2.2 millones de “encuentros” de la Patrulla Fronteriza con indocumentados, según cifras del Departamento de Seguridad Interna.

Para la mayoría de los estadounidenses (53%), lo que está pasando en la frontera sur es una “invasión”, según una reciente encuesta de NPR. Eso refleja el lenguaje que utilizan los grupos de extrema derecha y la influencia que tienen en redes sociales. Pero se equivocan. No es una invasión porque no se trata de ningún gobierno o grupo que tenga la intención de dominar a otro país, ni de ocupar su territorio. Ese lenguaje de guerra no refleja la fluidez y las verdaderas causas de la migración.

La conclusión es muy sencilla: Estados Unidos sigue siendo el principal refugio de todo el continente. Cuando las cosas se ven mal en nuestros países del sur, nos pelamos pa’l norte. Algo nos atrae de Estados Unidos. Pero también algo nos empuja a irnos.

La pandemia dejó a una América Latina muy golpeada económicamente, las dictaduras de Cuba, Venezuela y Nicaragua están expulsando como nunca a miles de refugiados, y la criminalidad, el hambre y la falta de oportunidades ha obligado a familias enteras a tomar la decisión más difícil de sus vidas: dejarlo todo -casa, parientes, amigos, mascotas, esquinas, olores y sabores- para irse a un país desconocido.

Hay que ser muy valiente para convertirse en inmigrante. Nadie quiere ser inmigrante y dejar su país; se ve forzarlo a serlo. Es, para muchos de nosotros, la decisión que nos marcará para siempre.

Eso lo sabe Jordán José, un nicaragüense de 24 años a quien conocí en McAllen, Texas, en mayo pasado. Se tardó un mes en llegar desde Chinandega, en Nicaragua, hasta la frontera con México. Y tuvo que pagarle 3 mil 300 dólares a los coyotes por todo ese trayecto y por cruzarlo a Estados Unidos. Su salario en Nicaragua -el equivalente a 200 dólares al mes- apenas le alcanzaba para sobrevivir a su familia y a su hija de dos años de edad. Cuando cruzó el río Bravo/Grande cargó en sus hombros a un niño de nueve años, desconocido para él, ya que su madre no lo podía hacer.

¿Te dio miedo cruzar el río? le pregunté a Jordán José. “Algo, algo”, me contestó. “Pero por una mejor vida uno se arriesga”. Poco después se subió a un camión rumbo a Indianápolis, donde tenía conocidos, y le perdí la pista.

 Muchos se están arriesgando y muchos están muriendo.

 ¿Qué hacer? Dos cosas.

La primera es legalizar a los 11 millones que ya están aquí. Y la manera más fácil de hacerlo es cambiando una fecha. La ley de migración permite darle la residencia permanente a los que entraron al país antes del primero de enero de 1972. El congreso puede cambiar esa fecha en la llamada “ley de registro” -digamos, al 2015 o al 2020- y la mayoría de los indocumentados calificarían.

Y lo segundo que urge hacer es aumentar el número de inmigrantes que pueden entrar legalmente al país. Actualmente Estados Unidos admite a alrededor de un millón de inmigrantes legales cada año. Pero esa cifra no es suficiente ni realista. Al menos debería duplicarse. Estados Unidos podría absorber fácilmente a esos inmigrantes y refugiados, que crean empleos, pagan impuestos y hacen los trabajos que nadie más quiere hacer. Todos ganan.

Entiendo que hay pocos temas que dividan más a los estadounidenses que el de la migración. Pero creo que todos podemos estar de acuerdo en que no hay ninguna razón para que mueran niños, como Margaret, en la frontera. Hay ríos que matan.

Top