Opinión: El hermoso acto de enjuiciar a expresidentes

Ads slider global

Por Jorge RAMOS

NUEVA YORK. Vengo de un país -México- donde los presidentes y expresidentes han sido intocables. Hemos tenido en la presidencia a asesinos, corruptos, responsables de fraudes y trampas electorales, ladrones y magos que enriquecieron súbitamente a sus familias.

Pero todos han dejado el poder en libertad y sin enfrentar a la justicia. Todos. Por eso me parece tan aleccionador el juicio al expresidente estadounidense, Donald Trump.

Es la primera vez que algo así ocurre en los más de 240 años de democracia en Estados Unidos. Nunca antes un presidente o expresidente había enfrentado cargos criminales. Quien más cerca estuvo fue Richard Nixon en 1974, por el caso de espionaje de Watergate, pero prefirió renunciar a la presidencia a vivir con la vergüenza de ser imputado.

Donald Trump no. Él no parece saber lo que es tener pena, culpa o arrepentimiento. La fiscalía del estado de Nueva York lo acusa de falsificar documentos por el pago de 130 mil dólares a la actriz Stormy Daniels. A cambio, ella debió haberse quedado callada sobre un supuesto romance que él, tajantemente, niega.

Todo suena a escándalo: la tan negada relación, la oscura forma en que se hizo el pago y la obsesión con la que el país ha seguido cada detalle del proceso legal. Nunca en toda mi carrera me había tocado ver a tantos periodistas cubriendo un juicio o a una sola persona. Pero Trump, con ese ingenio populista para crear realidades paralelas, ha aprovechado las acusaciones para recaudar millones de dólares para su campaña presidencial y, de paso, subir significativamente en las encuestas entre posible candidatos republicanos.

Trump vive en un universo en que parecería, según sus críticos, que se siente por encima de la ley, de la verdad y de todos. Pero por eso, precisamente, es tan fascinante este proceso legal en el que ni Trump se salva.

Las acusaciones en su contra en Nueva York son menores si se comparan con las otras tres investigaciones en curso: por incitar a una turba a la violencia el 6 de enero del 2021, por solicitar ilegalmente más de 11 mil votos en Georgia tras su derrota en las elecciones presidenciales, y por ocultar archivos secretos en su casa. Pero la ley es la ley, la fiscalía de Nueva York está convencida que Trump la violó al falsificar documentos y que debe ser juzgado por eso.

Ojalá hubiéramos hecho algo parecido con nuestros presidentes y expresidentes en Latinoamérica.

En México, por ejemplo, tienen mucha cola que les pisen. Todos los presidentes mexicanos hasta el año 2000 fueron escogidos con fraude y por dedazo. Nunca fue juzgado el mandatario que ordenó el asesinato de decenas y quizás cientos de estudiantes en la plaza de Tlatelolco en 1968. Ni el que permitió otra masacre (la de “el halconazo”) en 1971. Uno se construyó un burdo palacete en lo que los mexicanos llamaron “la colina del perro” y otro adquirió una lujosa casa blanca de un contratista de su propio gobierno. Nunca ha quedado claro cómo algunos expresidentes viven muy por encima de la suma de todos sus modestos salarios y pensiones gubernamentales. Difícil entender por qué esas partidas secretas nunca se han publicado.

América Latina también está cargada de expresidentes corruptos y multimillonarios. Algunos esfuerzos, no tan convincentes, se han hecho en Argentina, Brasil, El Salvador, Honduras, Panamá y Colombia, entre otros, para llevar a la justicia a los más abusivos. Pero solo en Perú esa práctica se ha convertido en una especie de deporte nacional; presidente que sube, presidente que encarcelan. O casi. Ocho expresidentes peruanos han sido arrestados o enfrentado acusaciones criminales desde el fin de la presidencia de Alberto Fujimori en el 2000.

No juzgar a presidentes o expresidentes que han violado la ley o han cometido actos criminales puede tener devastadoras consecuencias en el futuro de un país. Como ocurrió en Venezuela. El golpista Hugo Chávez jamás debió haber sido perdonado en 1994 por el presidente venezolano Rafael Caldera. Venezuela se hubiera ahorrado casi tres décadas de caos, terror y una corrupción desenfrenada. Pero luego de la matanza de Puente Llaguno en el 2002 –en que murieron 12 opositores, según reportó la BBC- había suficientes razones para juzgar a Chávez y sacarlo legalmente del poder. La oposición venezolana no supo hacerlo y se desaprovechó una oportunidad histórica para recuperar el país.

Juzgar presidentes, expresidentes, dictadores y golpistas es una práctica honorable y necesaria para mantener sana una democracia. Es triste que tiranos como Fidel Castro y Augusto Pinochet no hayan muerto en una cárcel. Ambos fueron responsables de asesinatos, torturas y múltiples violaciones a los derechos humanos. En Cuba y Chile la justicia no llegó.

Pero nunca es tarde para empezar. Hay varios expresidente latinoamericanos que no deberían estar libres. Entiendo que muchos gobiernos, cuando llegan al poder, prefieren ver hacia delante y no enfrascarse en largas y desgastantes peleas con poderosas figuras del pasado. Pero hay veces, como en el caso de Trump y de tantos otros en el continente, en que no se puede enterrar la cabeza ni la moral.

El hermoso acto de enjuiciar a expresidentes tiene mucho más que ver con la defensa y la supervivencia de la democracia que con el deseo de venganza. Es regresar a tierra a los que abusaron de su inmenso poder. Y es una maravillosa lección para los que vienen detrás: si te pasas, te cortamos las alas.

Top