Opinión: El futbolito de los sábados

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Por Jorge Ramos

Al principio no sabíamos ni cómo saludarnos. ¿De lejitos o de mano? ¿Con la máscara puesta o sin ella? Mis amigos argentinos, que se saludan de beso en la mejilla, la tenían más complicado todavía.

Hubo, pues, una colección de saludos basados en los niveles de miedo. Primero con la variante Delta y ahora con Ómicron. Si el coronavirus te había tocado de cerca, a ti o a tu familia, el hola era más alejado. Con la muerte no se juega.

Después de más de un año de no jugar al futbol los sábados por la mañana, debido a la pandemia, las vacunas y refuerzos disponibles para todo el que quiera en Estados Unidos nos permitieron regresar a la cancha. Esta era la señal que estuve esperando para recuperar un pedacito de normalidad y alegría.

Somos un viejo grupo de unos 50 amigos que religiosamente nos ponemos los tacos (así le decimos en México a los botines de futbol) y los shorts cada semana para recordar lo que fuimos. Casi todos nacimos en un país latinoamericano y jugamos al futbol desde niños. Este ritual sabatino nos regresa un poco lo que dejamos atrás.

Desde el 2003 nos reunimos en lo que llamamos la Golden League en un parque de Miami. Lo de Golden no es por lo brillante sino por aquello de los años dorados, que suelen ser los últimos. Pero luego de jugar de pequeños en la calle y en terrenos de piedras y lodo, con las rodillas raspadas, es un lujo muy de primer mundo pegarle a una pelota en una cancha con pasto artificial, uniformes y un árbitro que penaliza golpes y zancadillas, firmemente prohibidas para salvar el pellejo, los huesos y poder ir a trabajar el lunes.

Los minutos previos al partido tienen olor a sala de emergencia, con ungüentos mágicos y pomadas renovadoras. Un amigo solía llevar una crema para vacas que levantó del banco a varios lastimados. Pero no estamos inmunes al tiempo. Perdimos a un compañero por un ataque al corazón y hace poco otro se salvó cuando lo llevaron de emergencia al hospital después de un día particularmente caliente. Sí, el futbol casi lo mata.

Pero no lo mató. Y al resto del grupo tampoco. El futbol, de alguna manera, nos ha salvado. Hay algo terapéutico y restaurador en perseguir un balón por 90 minutos para meterlo con el pie en una portería. La salvación está en la intensidad que le ponemos a algo tan absurdo e inútil. Es el homo ludens.

Además, es imposible encontrar otro deporte que sea tan sencillo, que agrupe a tantos jugadores y que tenga el mismo impacto a nivel mundial. El gesto del jugador portugués Ronaldo, despreciando dos botellas de Coca-Cola y prefiriendo una de agua, le hizo perder a la empresa cuatro mil millones de dólares en la bolsa de valores el verano pasado.

De igual manera, el futbol tiene el poder de cambiar las costumbres de todo un país. O tratar. La FIFA sancionó al equipo mexicano debido al grito homofóbico de sus fanáticos. Luego empezaron a gritar “México”. Pero pronto regresó la tontería y los prejuicios y el equipo mexicano fue sancionado a dos partidos sin espectadores. México, en el peor de los casos, podría ser descalificado del próximo Mundial y hasta perder la sede compartida en el campeonato del 2026.

El futbol -lo han dicho otros- es lo más importante entre las cosas menos importantes. Pero después de lo peor de la pandemia, para mí ha sido un ejemplo de cómo la vida se renueva. Mis amigos y yo hemos regresado a la cancha para el futbolito de los sábados -juegan los primeros 22 que lleguen-. Y aunque todo parece igual que en el 2019, el trauma de la pandemia nos ha cambiado. Hay más canas, más temores, un mayor aprecio por la vida y un reconocimiento tácito de lo efímera que es. Siento una alegría en los gritos, en las bromas y en las patadas que me sabe a nueva.

Así es la vida.

El periodista Carl Zimmer del New York Times recuerda en un artículo que en 1992 un grupo de científicos de la NASA se reunió para buscar la definición de lo que es la vida. Y la encontraron: “La vida es un sistema químico autosostenible capaz de experimentar una evolución darwiniana”.

Esa definición de vida, tan alejada de la religión y de los mitos, es una maravilla de síntesis. El fin de la vida es, simplemente, vivirla. No irse al cielo ni al infierno. (Si quieren discutir en una reunión, les recomiendo que saquen este tema a colación.)

Pero hoy de lo que quería hablar era de futbol y de cómo nos hemos tenido que adaptar luego de más de cinco millones de muertes por el coronavirus en el planeta. Es la vida reinventándose y buscando huequitos para crecer y reproducirse. En el caso del Covid-19 se trató de una batalla a muerte: nosotros contra el virus. Al final, creo que acabaremos por soportarlo más no desaparecerá por completo.

Mientras que en Estados Unidos casi toda la gente que conozco ya se vacunó, hay muchos países donde millones todavía están esperando su turno. Es, lo reconozco, totalmente injusto. Pero ese poderío económico estadounidense -que se traduce en muchas más vacunas de las necesarias- nos permitió a mis amigos y a mí a regresar a la cancha de futbol. Somos afortunados.

En el último partido metí un gol. Cosa rara. Y mis amigos me lo celebraron como si fuera un campeonato mundial. Oí su risa, sentí el sol en mi cara y supe que, por esta vez, habíamos ganado. Estamos vivos.

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