Por Jorge RAMOS
Es una de las cosas más estúpidas y peligrosas que he hecho en mi vida. En diciembre del 2001 me fui de vacaciones a Afganistán.
La guerra acababa de empezar. Estados Unidos buscaba desesperadamente a Osama bin Laden, el responsable de los actos terroristas del 9/11 en que murieron casi tres mil estadounidenses. Y como periodista Afganistán era el único lugar en el mundo donde quería estar.
La cadena de televisión para la que trabajo no me quiso enviar. Es demasiado peligroso, me dijeron. Así que pedí unos días libres, pagué un boleto a Paquistán y de ahí crucé por tierra la frontera de Afganistán con Naim, mi traductor y fixer (o el arreglalotodo). Por 100 dólares contratamos a tres guerrilleros que nos llevaron en una camioneta Toyota cerca de las montañas de Tora Bora, donde se escondía bin Laden, el líder de al-Qaeda. Cuatro periodistas habían sido asesinados poco antes en la misma carretera que llega a Jalalabad y luego a Kabul, la capital.
Yo iba sentado en el asiento de atrás con un guerrillero a cada lado. Kafir, de unos 20 años, jugaba cruelmente con su rifle Kalashnikov, y de vez en cuando, con los brincos de la camioneta, lo apuntaba a mi barbilla. De pronto me dijo en mal inglés: “I am a follower of Osama” (Soy un seguido de Osama). Me paralicé. No era raro que bin Laden tuviera tanto apoyo en Afganistán, que estaba controlado por los Talibanes. Pero había que salvar la vida. Y le dije, sudando, a Kafir: si tú me cuidas, yo te cuido.
No supe si me entendió. Pero al llegar al hotel en Jalalabad, donde se estaban quedando varios corresponsales extranjeros, Kafir hizo una señal con su rifle para que lo siguiera, alejándonos de la camioneta. Rescaté 15 billetes de un dólar de una bolsa de plástico que llevaba, se los di -quizás él veía dólares la primera vez- y con un gesto apuntó a la entrada del hotel. Caminé hacia allá sin voltear. Eso es lo que valía mi vida en Afganistán en ese momento: 15 dólares. (No pude reportar sobre esa guerra para la televisión pero sí incluí la terrible experiencia en uno de mis libros.)
De ese hotel había que transitar otra hora en improvisados caminos rurales hasta llegar a las montañas de Tora Bora, donde bin Laden, supuestamente, se escondía en una de sus infinitas cuevas. En las noches escuchaba aterrado desde el hotel el vuelo de los aviones estadounidenses. Pero ahí nunca lo encontraron.
No sería hasta el 2 de mayo del 2011 que Estados Unidos, en una arriesgada operación militar, localiza y mata a Osama bin Laden en un complejo de casas en Paquistán. Pero eso no significó el fin de la guerra.
La operación militar en Afganistán tenía un objetivo muy claro: destruir a la organización responsable de los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York, Washington y Pennsylvania, y sacar del poder a los Talibanes (que apoyaron a al-Qaeda). Es lo que los expertos llamaban “una guerra necesaria”.
Sin embargo, tras la muerte de bin Laden y la salida de los talibanes del gobierno, la guerra continuó. Poco a poco los objetivos fueron multiplicándose. Se trataba, ahora, de convertir a Afganistán en una democracia funcional y de crear un ejército capaz de enfrentar a los Talibanes y a cualquier otro grupo rebelde. Pero esa fue una misión imposible. Unas 157 mil personas han muerto en esa guerra, incluyendo a más de dos mil 400 soldados estadounidenses.
Los talibanes nunca desaparecieron y, a principios del 2020, firmaron un acuerdo de paz con Estados Unidos. Y hoy, aunque ya no están en el gobierno, siguen siendo una poderosa fuerza desestabilizadora en Afganistán. Por eso muchos argumentaban que era importante que el ejército de Estados Unidos y soldados de la Organización de Países del Atlántico Norte (OTAN) continuaran con su presencia en el país.
Pero el presidente de EE.UU, Joe Biden, dijo basta.
”Este es el momento de terminar la guerra sin fin”, dijo Biden esta semana. “La guerra en Afganistán nunca se pensó como una misión de varias generaciones… Nos atacaron. Fuimos a la guerra con objetivos muy claros. Y ya se lograron esos objetivos”.
No todos. Afganistán no es una democracia y las mujeres siguen corriendo un enorme peligro ante las imposiciones sociales y culturales de los talibanes. “Tengo mucho miedo sobre mi futuro”, le dijo Wahida Sadeqi, una estudiante en Kabul de 17 años al diario The New York Times. “Si los talibanes retoman el poder yo pierdo mi identidad. Esto tiene que ver con mi existencia, no con el retiro (de las tropas estadounidenses). Yo nací en el 2004. No sé mucho de lo que hicieron talibanes antes, pero sé que las mujeres tenían prohibido hacer cualquier cosa”.
Hay guerras que no terminan aunque se vayan los soldados. Y Afganistán es una de ellas. Estados Unidos declarará victoria el próximo 11 de septiembre y sacará a todos sus soldados. Y los políticos dirán, como justificación, que ya no hemos tenido otro ataque terrorista como el de esa fatídica mañana de septiembre. Pero Wahida y sus compañeras de clase tendrán que luchar toda su vida para estudiar, o manejar y escuchar música, o para casarse con quienes ellas quieran. Para ellas sigue siendo una guerra sin fin.
Afganistán es uno de los países más golpeados que he conocido. Ahí se concentra desproporcionadamente el dolor. No he visto casas más pobres que las que están a las faldas de las montañas de Tora Bora. Y una vez que vas a Afganistán, el país nunca más saldrá de ti. Te marcará y te perseguirá siempre.
Veinte años después aún tengo pesadillas de las largas noches en el hotel de Jalalabad con el ruido de los aviones militares sobrevolando y de ese recorrido interminable cuando Kafir, jugueteando, apuntaba su rifle a mi cara. Ahí aprendí que hay veces en que la vida no vale nada. Bueno, 15 dólares con un poquito de suerte.