Opinión: El fin de la fiesta en Brasil

Río de Janeiro. No hay nada más feo y desagradable que prender las luces la mañana siguiente a una fiesta.

La alegría y los excesos en la discoteca, el club o la sala se transforman en globos desinflados, amores traicionados, bebidas en el piso y hasta vómitos. Regresar a la realidad duele. Sobre todo después de gastarse 13 mil millones de dólares en la fiesta.

Los brasileños se organizaron una fiesta muy cara para llevarse en casa -y en el renovado templo de Maracaná- su sexta copa del mundo. En lugar de más escuelas, hospitales y nuevas inversiones para crear trabajos, como exigían manifestantes durante sus protestas, hicieron un estadio en la selva –Manaos-, otro en Brasilia –innecesario, porque ahí se juega más el basquetbol- y, en general, se gastaron lo que no tenían. Pero se les olvidó lo más importante: una selección ganadora. Ahí se les cayó el teatrito.

Su derrota de siete a uno contra Alemania fue una verdadera humillación. Y perder el tercer lugar con un marcador de tres a cero frente a Holanda solo corroboró el desastre. Fue un Mundial atropellado. Se notó en todo, desde los recurrentes problemas de tráfico y transporte hasta las pobres coreografías en las ceremonias de apertura y clausura, más propias de una escuela primaria que de un evento a nivel mundial.

Los brasileños, contrario a todos los estereotipos, no resultaron ser tan alegres como muchos suponían. Brasil no es un carnaval. El fútbol es más circo que el circo pero no lo arregla todo. Las caras blancas de los brasileños que pudieron comprar los carísimos boletos para los 64 juegos del Mundial no reflejan un país con una clara herencia africana e indígena. Esa segregación racial está siempre presente. De los 300 comensales en uno de los restaurantes más conocidos de Río, solo vi una pareja de tez oscura. Una.

A pesar de los avances contra la pobreza extrema durante la presidencia de Lula da Silva, Brasil sigue siendo uno de los países más desiguales del mundo: el 10 por ciento más rico acapara más del 40 por ciento del ingreso. No es fácil dejar de ser pobre en Brasil. El fútbol le permitió al futbolista Neymar dejar la favela de Sao Paulo. Pero Joao –un joven de 19 años- no ha podido irse de la favela Kennedy en Río.

El chofer no quería llevarme a la favela Kennedy, a las afueras de la ciudad y a una hora de las costas de Ipanema. “Es muy peligrosa”, me dijo. “A un tío le dispararon ahí.” A pesar del programa de “pacificación” del gobierno de la presidenta Dilma Rousseff, dos pandillas de narcotraficantes se disputan el control de la favela.

Cuando llegamos era día de mercado. Cruzamos un puesto de policía y entramos a tierra de nadie. Ahí me estaba esperando Joao quien opera una tienda/bar en un viejo camión. Como si fuera lo más normal, me mostró de donde disparaban los narcos y me explicó cómo, a los 13 años, lo sorprendió en su propia casa un pandillero que se había metido a robar. La pequeñísima casa de ladrillos rojos que Joao comparte con su madre tiene televisor y cocina. El agua y la electricidad, como todos los demás residentes de la favela, se la roban. Tampoco pagan impuestos. Viven, literalmente, al margen.

Joao quiere ir a la universidad y salir de la favela. Pero, como millones de brasileños, no puede. No tiene dinero ni juega fútbol profesional. Hablé con él al final del Mundial y la dureza de la vida diaria ya había regresado a la favela. “La fiesta terminó”, me dijo, más realista que triste. Joao nunca ha visto un milagro. Este Mundial tampoco lo fue. Y de las Olimpíadas en dos años no espera nada. Sólo más tráfico.

Dilma, como todos le dicen a la presidenta, no salió bien parada del Mundial. Cada vez que se presentaba en público, le chiflaban y la insultaban. Nunca me había tocado presenciar algo así. Cuando le tocó a Dilma entregar la copa al equipo de Alemania, lo hizo tan rápido como si le quemara las manos. No quería más rechiflas. Ni siquiera dio un discurso de despedida. Algo no cuadra; una presidenta tan impopular no puede tener garantizada la reelección en octubre, como sugieren las encuestas.

No hay nada más efímero que un partido de fútbol. Minutos después, no tiene la menor importancia y a los pocos días ya nadie se acuerda. Lo mismo ocurre con los Mundiales. Las goleadas, los paradones, las mordidas y el mal arbitraje se mezclan en una especie de sueño que se va por la chimenea. En Brasil ya prendieron la luz después de la fiesta, y ahora hay que pagar las cuentas y aliviar la resaca. Su decaída selección sí refleja lo que pasa en el país. El Mundial fue solo una ilusión.

 

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