Montgomery, Alabama. Es casi un ritual. A donde voy me preguntan si Donald Trump, de verdad, podría ganar la elección y ser el próximo presidente de Estados Unidos.
Sí, por supuesto que puede ganar. Esa ha sido mi respuesta desde que se lanzó como candidato el 16 de junio del año pasado.
Hace unos días dos encuestas seguidas ponían a Trump por delante de Hillary Clinton, la candidata que tiene más delegados en el partido Demócrata. La encuesta de FoxNews le daba a Trump una ventaja de tres puntos sobre Clinton (45-42) y la de ABC News dos puntos (46-44). Todo está dentro del margen de error. Pero la contienda, de pronto, está más cerrada que nunca.
Trump le parecía a muchos un hablador, arrogante y egocéntrico. Pero el error fue no tomarlo en serio. Sus ideas y propuesas, ya hace un año, eran peligrosas y divisivas: quiere deportar a 11 millones de indocumentados en dos años, construir un muro en la frontera con México y acusó injustamente a inmigrantes mexicanos de ser narcotraficantes, criminales y violadores; propuso prohibir la entrada a Estados Unidos a los musulmanes en el mundo y, al hacerlo, discriminaría por su religión a 1,600 millones de personas; desestimó los sacrificios de un héroe de guerra (capturado en Vietnam) como el senador John McCain; y en el primer debate quedó claro que se había referido a mujeres como “perros” y “cerdos gordos” entre otras ofensas. Y hay muchos otros desatinos.
Este no es el Estados Unidos que yo conozco. Cuando políticos, diplomáticos y periodistas reaccionaron –meses después- ya era muy tarde. Nadie le pudo arrancar la nominación del partido Republicano a la presidencia. Y ahí es donde estamos.
Mientras camino por las calles de Montgomery, Alabama, me pregunto cómo pasamos de Rosa Parks a Donald Trump. Algo, sin duda, se torció en el experimento estadounidense.
Llego a la esquina de las calles Montgomery y Molton y me encuentro, de pronto, con el letrero que indica el preciso lugar donde Rosa Parks fue detenida por negarse a dar su asiento en el autobús a un pasajero blanco. Ese gesto, individual e histórico a la vez, dio inicio al movimiento de derechos civiles en Estados Unidos un primero de diciembre de 1955.
“De lo único que estaba cansada era de ceder siempre”, diría más tarde Parks, explicando su simbólica decisión. Ella, desde luego, no era la única en sufrir el racismo en el sur de Estados Unidos. Pero su valeroso gesto dio lugar a un boicot de 382 días en Montgomery –la primera protesta masiva contra la segregación racial- y a una importantísima decisión de la Corte Suprema de Justicia prohibiendo la discriminación en los autobuses.
“No” es la palabra más poderosa en cualquier lenguaje. Antes de decir “sí” para comenzar un cambio importante es preciso decir “no” a lo que queremos rechazar. Eso hizo Rosa Parks en Alabama. Y así le abrió el camino a muchos después de ella, incluyendo a Barack Obama.
No soy ingenuo. La elección del primer presidente afroamericano en la historia de Estados Unidos en el 2008, no significó que entrábamos a una era post-racial (donde no importaba el color de piel, religión o país de origen). Pero sí era una clara señal de que Estados Unidos iba en la dirección correcta. Un país que vivió décadas de esclavitud escogía como su líder al hijo de un inmigrante de Kenya.
La historia, sin embargo, nunca es lineal. Lo que no vimos es que, junto a la elección de Obama, se creó una fuerte contracorriente de los grupos más antiinmigrantes, xenofóbicos y extremistas del país.
Las ideas de Trump surgen de los grupos e individuos que rechazan un país cada vez diverso y multiétnico, de colores y acentos distintos. Es irónico que en la elección con la mayor participación de las minorías en la historia de Estados Unidos -el 31 por ciento de los votantes, según el centro Pew- ha surgido un candidato que apuesta con ganar con el voto de los hombres blancos.
Hoy el ejemplo de Rosa Parks es más importante que nunca. “Alguien tenía que dar el primer paso”, dijo. Y no esperó a que otro hiciera lo que, ella creyó, era su responsabilidad. Por eso en estas elecciones del 2016 me pregunto cuántas Rosa Parks se rehusarán a ceder su asiento y su voto.