Opinión: Cuarenta años en Estados Unidos

El dos de enero de 1983 aterricé en la ciudad de Los Angeles. No tenía vuelo de regreso. Mi idea era quedarme uno o dos años en Estados Unidos y luego regresar a México.

Todo lo que tenía -una maleta, una guitarra y un portafolios- lo podía cargar con mis dos manos. Poco, muy poco. Pero me sentía libre, por primera vez, en mucho tiempo.

Me fui de México por censura. En la televisora donde trabajaba no quisieron pasar un reportaje que había hecho sobre la sicología de los mexicanos y cómo se escogían los presidentes a dedazo. Nadie me conocía. A nadie le importaba. Pero yo no quería ser un periodista censurado. Y renuncié. “Quemé las naves”, le dije a mi mamá, entre asustado y orgulloso. Me fui con unos pequeños ahorros y la venta de un destartalado vochito (VW) rojo.

Llegué a Los Ángeles porque había conseguido una visa para la universidad de UCLA, que ofrecía un programa certificado en periodismo y televisión. Ese era mi escape y mi excusa. En realidad, necesitaba tiempo para saber qué hacer y una oportunidad para cambiar mi vida. Ese primer año comí mucho pan y ensaladas de lechuga. Pero me sentía arropado por un país donde los periodistas podían decir lo que quisieran sin temor a represalias y castigos.

Me compré un pequeño televisor en blanco y negro -la pantalla medía dos puños- y empecé a aprender de la comunidad latina. En ese entonces éramos apenas unos 15 millones de hispanos -recién bautizados así-. Hoy somos más de 62 millones. O sea, me tocó surfear la ola latina.

Al año de mi llegada, y tras terminar mi curso, conseguí un puesto como reportero en el Canal 34 de Los Ángeles. Pete Moraga, el director de noticias, fue mi ángel. Me dio mi primer trabajo y me invitó a su casa para mi primera cena de Thanksgiving. En 1986 me fui a Miami con lo que hoy es la cadena Univision y al poco tiempo, luego de una crisis interna, comencé como conductor titular del noticiero. Tenía solo 28 años de edad; nunca había entrevistado a un presidente, ni cubierto una guerra y ni yo me entendía en inglés.

Pero Univision se convirtió en mi segunda casa, aprendí a cuestionar al poder y a hacer periodismo sobre la marcha. Y hoy, con un par de chambitas más, sigo en el mismo puesto. Esta maravillosa profesión me ha permitido ir a los lugares donde se ha hecho historia y entrevistar a sus protagonistas. No puedo imaginarme una vida más intensa.

Estados Unidos me dio las oportunidades que mi país de origen nunca pudo. Por eso estoy tan agradecido. Aquí nunca, nadie, me ha dicho que algo no puede salir al aire. Y por eso defiendo absolutamente la libertad de expresión (incluyendo la liberación de Julian Assange, quien publicó documentos militares secretos). En este país comprendí que la credibilidad es lo único que tenemos los periodistas. Y si se pierde una vez, nunca más se recupera.

Cuando llegué a este país Ronald Reagan era presidente. Y admiré el sistema democrático de Estados Unidos de más de dos siglos. El México que yo había dejado atrás era lo opuesto: autoritario, fraudulento, corrupto. Jamás me imaginé que, casi cuatro décadas después, un multimillonario mentiroso y ególatra como Donald Trump haría tambalear al sistema estadunidense al no reconocer los resultados de una elección presidencial.

Cuando yo era niño nunca le dije a mis papás que quería ser inmigrante. Quería ser futbolista o rockero. No inmigrante. Lo que pasa es que uno se ve obligado a emigrar. Claro, hay algo que te atrae. Pero nadie quiere dejar su casa, su familia, sus rincones y sus olores.

Aprecio enormemente las oportunidades y privilegios que he tenido. Me he comido completito el sueño americano. Mis hijos nacieron en Estados Unidos y han tenido opciones que yo jamás siquiera imaginé. Su vida, espero, será mucho mejor que la mía. Tengo una modern family cariñosa, divertida y maravillosa. Si me hubiera quedado en México -uno de los países más peligrosos del mundo para los periodistas- me temo que tendría que contar otra historia.

Y, aun así, extraño tanto a México.

El inmigrante sufre de soledad y lejanía. Y siempre está pensando en volver. Nunca me he sentido más solo que un fin de año en Los Angeles, rodeado de gente en un concierto, y sin tener a nadie que abrazar. Tampoco me perdono haber estado trabajando en Miami cuando me avisaron que mi padre había muerto en la ciudad de México de un ataque al corazón. Es inevitable pensar que, a veces, estamos en el lugar equivocado.

Como extranjero, uno aprende a vivir con el rechazo. De alguna manera, te hace más fuerte. Tantas veces me han dicho en EE.UU que me regrese a mi país, y cuando vuelvo hay mexicanos que me llaman traidor y que me dicen que ya no soy de allí. Con dos pasaportes, uno verde y otro azul, hay días en que me siento de los dos países. Y otros, de ninguno.

Pero me siento a gusto en mi propia piel y optimista sobre el futuro.

Cuando llegué a Estados Unidos en 1983, había un gran líder latino: César Chávez. Y tras su muerte, estuvimos buscando a alguien que lo reemplazara. Y pronto nos dimos cuenta que necesitábamos a miles de César Chávez, no solo a uno más. Hemos pasado de grandes números a tener un poquito de poder. Y eso se mide en la representación que tenemos en la Corte Suprema de Justicia (con la jueza Sonia Sotomayor) y en la estación espacial internacional (con el astronauta de origen salvadoreño Frank Rubio) hasta los nuevos superhéroes Andor y Namor (interpretados por los actores mexicanos Diego Luna y Tenoch Huerta) y los 45 miembros hispanos del congreso, más que nunca. Como alguna vez dijo César Chávez:  “Hemos visto el futuro, y el futuro es nuestro”.

Hay días en que pienso sobre cómo hubiera sido mi vida en México. Y mi única respuesta es que habría sido muy distinta. Lo que sí sé es que la decisión más valiente y trascendental de mi vida fue convertirme en inmigrante.

Por eso estoy aquí 40 años después. Porque lo arriesgué todo. Y hoy ya no conozco otra manera de vivir.

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