Por Jorge RAMOS
El temor -el gran temor- es que algo pase en la guerra en Ucrania y que, de pronto, todo termine en un enfrentamiento nuclear entre Rusia y Estados Unidos.
Con ese temor es, precisamente, con el que está jugando Vladimir Putin cuando envió una nota de protesta al gobierno de Joe Biden y publicó un amenazante video.
El mensaje diplomático advertía de “consecuencias impredecibles” si Estados Unidos sigue enviando armamento al ejercito ucraniano. Y para apoyar ese mensaje Putin publicó el video de un misil balístico intercontinental despegando. “Hará que lo piensen dos veces quienes intenten amenazar a nuestro país”, dijo.
Nadie quiere una tercera guerra mundial. Y mucho menos con bombas nucleares. Por eso el cálculo de Estados Unidos y de la mayoría de los países europeos es no intervenir directamente en la brutal invasión a Ucrania. Pero como moral y estratégicamente no se pueden quedar con los brazos cruzados ante las masacres de civiles y las violaciones a los derechos humanos, el camino intermedio es armar a los enemigos de los rusos.
El presidente Biden -tras los fracasos en Irak y Afganistán- ha prometido que no enviará a tropas estadounidenses a Ucrania. Biden sabe perfectamente que eso implicaría una guerra a gran escala, quizás la mayor y más mortífera en la historia de la humanidad. Pero bajo creciente presión del presidente ucraniano, Volodymyr Zelensky, y de miembros del congreso estadounidense, esta semana anuncio el envío de más armamento para Ucrania -misiles de largo alcance y drones- valorado en mil millones de dólares. En total ya ha enviado 3 mil 400 millones de dólares en ayuda militar.
Biden calificó su apoyo a Ucrania como “sin precedentes”. Pero parece ser que ese es su límite. Biden ha resistido los constantes llamados de Zelensky de crear una zona de exclusión aérea (no fly zone). El miedo es justificado: un brevísimo enfrentamiento entre un avión de combate ruso y uno estadounidense podría culminar con el conflicto bélico que tanto se está tratando de evitar.
Putin tiene una ventaja: sabe que Estados Unidos no se va a meter en Ucrania. Ni Francia, Alemania o Inglaterra. Y por eso ha tenido todo el tiempo para repensar su estrategia y hacer planes para volver a atacar.
El primer avance militar de Putin -que comenzó el 24 de febrero- no le salió como quería. Su poderío terrestre mostró muchas fracturas. En cambio el ejército ucraniano, lleno de voluntarios, ha sido mucho más disciplinado, valiente y desafiante de lo que jamás imaginaron los invasores rusos. Kiev, la capital, nunca cayó y el presidente Zelensky sigue operando como un líder visionario, honesto y temerario. Nada como enfrentar tu desaparición para decirle sus verdades al mundo.
En los últimos días hemos visto la segunda ola de ataque de los militares rusos dentro de Ucrania. Vienen semanas muy difíciles. La pregunta es si Putin está dispuesto a quedarse solo con una parte del pastel: las provincias del este de Ucrania y los territorios que conectan con la península de Crimea, que Rusia impunemente se apropió en el 2014. O si buscará el dominio total de Ucrania.
La respuesta depende, en parte, de la efectividad de los armamentos que Estados Unidos está enviando a los soldados ucranianos. Un segundo revés al ejército ruso mostraría los hoyos en la estrategia de Putin. Y no hay nada más peligroso que alguien con aires de grandeza cuando lo obligan a ver su fragilidad. Puede hacer locuras.
Estos son tiempos peligrosos.
La democracia en todo el mundo está en franca regresión. El 70 por ciento de la población mundial -unos 5 mil 400 millones de habitantes- vive bajo dictaduras o líderes autoritarios, según un reciente estudio de la Universidad de Gotemburgo en Suecia. Y es absolutamente frustante ver a un mundo paralizado cuando una autocracia como la rusa se trata de comer a una democracia como la ucraniana. El mismo reporte asegura que 35 países han visto reducida su libertad de expresión en los últimos 10 años. El mundo va en reversa. Lejos quedaron las esperanzas democratizadoras tras la caída del muro de Berlín en 1989.
Y las cosas, me temo, también van a empeorar en Ucrania. Estuve el Leópolis al principio de la guerra y, a pesar del conflicto, había la sensación de que los rusos no podrían llegar hasta ahí, a solo una hora de la frontera con Polonia. Leópolis, me decían, sería la última ciudad en caer. Por eso estaba llena de refugiados y periodistas.
Pero esta misma semana fue atacada. Al menos siete personas murieron en bombardeos rusos. Y mientras leo la noticia recuerdo su maravilloso teatro de la ópera, sus calles empedradas, sus plazas y paseos rodeados de árboles podados, su intensa vida cultural y esa feroz resistencia de sus habitantes a cambiar sus rutinas por culpa de los rusos. Visité un par de restaurantes en Leópolis y sus dueños no querían cerrar por la guerra. Incluso en uno de ellos me aceptaron el pago con tarjeta de crédito; estaban apostando por el futuro. Y comí riquísimo. Era su forma de decir: vamos a ganar.
Quizás ahí está el secreto de esta guerra. No conocí a un solo ucraniano que me dijera que iban a perder. Ni uno. Tal vez me reuní con un grupo particularmente joven y optimista. Lo que sí sé es que la convicción de los ucranianos por defender a un país que aman es mucho más poderosa que la de los soldados rusos por apropiarse de un territorio que no es de ellos.
Claro, las armas importan. Y esta terrible guerra aún podría sorprendernos con consecuencias impredecibles. Pero si el alma existe, está del lado de Ucrania.