Alexander tiene apenas 11 años. Pero ya muestra esa personalidad del que ha vivido cosas muy difíciles y no se rompió.
Estuvo separado durante 45 días de su madre y enviado, solo, a un centro de detención a cientos de millas de su madre. Eso es lo que hace la política de “cero tolerancia” del presidente Donald Trump: separa familias.
Cuando conocí a Alexander, traía ropa nueva; jeans, camisa negra y zapatos tenis rojos. La goma impedía que se le moviera un solo cabello. Con sus ojos bien abiertos, observaba todo y decía muy poco. Nadie puede culparlo de desconfiar de los adultos. Después de todo, no hace mucho que unos extraños lo separaron por la fuerza de su mamá.
Quizás, por eso, hoy no se aleja de ella. Caminan juntos como si estuvieran atados por una cuerda invisible. Otilia, con su camiseta rosa, me contó que se fueron de Guatemala por el crimen y la falta de trabajo. Pero decidió traer solo a Alexander y dejar atrás a sus tres hermanos de 10, 6 y 4 años de edad. Alexander, el mayor, había sido el elegido para que tuviera una vida mejor en Estados Unidos. Los otros tendrían que esperar.
Entraron ilegalmente por Arizona y al poco tiempo los detuvo la patrulla fronteriza. Los metieron en una camioneta “muy caliente” y luego a “la hielera”, un centro de detención conocido por sus bajas temperaturas. Estuvieron tres días juntos y luego un agente le hizo una terrible pregunta a Otilia: “¿Ya sabes que te van a separar de tu hijo?” No, ella no lo sabía.
Alexander, detrás de un vidrio, vio cómo se llevaban a su mamá. “A ella la llevaban encadenada de las manos, de los pies y de la cintura,” me dijo el niño, con el recuerdo aun haciendo daño. Poco después, lo subieron a un avión con otros niños y se lo llevaron a un centro para menores en Chicago.
Ahí las cosas solo empeoraron para Alexander. Lo primero fue el bullying. “A mí me golpearon,” me contó. Un niño de 14 años le metió el pie y su cabeza cayó contra el marco metálico de una cama. Se tocó la nuca y “mi mano estaba llena de sangre”. Lo pusieron en otro cuarto pero el miedo no desapareció. Quien lo tenía que proteger nunca lo hizo. La trabajadora social a la que fue asignado “me decía que no me quería ver.”
Otros no tuvieron mejor suerte. “Yo he visto a niños sufrir”, me explicó Alexander, antes de detallarme cómo terminó un niño de seis años luego que lo separaron de su padre. “Al otro día el niño no se podía ni levantar. Estaba todo aguado. Vi a muchos niños llorar.”
Mientras Alexander estuvo en Chicago, solo pudo hablar por teléfono dos veces con su madre, quien enfrentaba un proceso legal ante un juez de migración. Le pusieron una fianza de 20 mil dólares -una cifra descomunal para alguien que huye de Guatemala- y la dejaron salir. A pesar de todo, Otilia no se tuvo que ir del país sin Alexander. Otros inmigrantes sí han sido deportados sin sus hijos.
Más de 2 mil 300 niños ha sido separados de sus padres luego de entrar ilegalmente a Estados Unidos, según cifras oficiales. El número exacto jamás lo sabremos. Pero lo que sí sabemos es que el gobierno no pudo cumplir con la orden de un juez para reunificar a todos esos niños con sus padres para el pasado 26 de julio. Hay casos casi imposibles, con menores de edad en centros de detención en Estados Unidos y con sus padres, ya deportados, en Centroamérica y sin recursos ni información sobre cómo recuperarlos.
Le pregunté a Alexander si había valido la pena venir a Estados Unidos. Esperaba un no rotundo. Pero me sorprendió. “Sí”, me dijo, sonando como un adulto y explicándome todos los esfuerzos que hicieron para llegar al norte.
¿Otilia, qué le quisiera decir a Trump? “Que nos comprenda”, me dijo. “Que venimos a buscar un futuro, no a hacer cosas malas, a que nuestros hijos se preparen”. A pesar de todo lo anterior, el gobierno del presidente Trump no se ha tocado el corazón frente a historias como las de Alexander y Otilia. Al contrario. Espera que esta información desaliente la llegada de nuevos inmigrantes.
Este no es, definitivamente, el país que Alexander se había imaginado cuando salió de Guatemala con su mamá. ¿Qué esperabas de Estados Unidos? le pregunté. Su respuesta fue brutal: “Que fuera mejor.”