Hay presidentes que se atornillan al poder, que llegan con votos -o con trampas- y luego se quieren quedar por la fuerza.
Y en América Latina hemos tenido a un nutrido grupito de dinosaurios que se han negado a entregar el poder. Se sienten indispensables e irremplazables y no se dan cuenta del enorme daño que le hacen a la democracia y a sus países.
Los ecuatorianos le acaban de poner un alto a Rafael Correa. Después de estar 10 años en la presidencia (2007-2017), quería más. Ya se veía como candidato, otra vez, en el 2021. Pero un reciente referéndum determinó que casi dos terceras partes de los ecuatorianos no están de acuerdo y Correa se quedó con las ganas. (Aunque no me sorprendería para nada que Correa vuelva a intentar, por las buenas o por las malas, regresar a la presidencia.)
En una vieja entrevista que tuve con Correa, se negó a llamarle dictador a Fidel Castro. Y esa es, curiosamente, una característica que tienen en común varios de los gobernantes que se niegan a entregar el poder en el continente. Si Fidel se eternizó gobernando ¿por qué yo no?
El presidente boliviano Evo Morales, durante una conversación en La Paz poco después de su primera toma de posesión en el 2006, me dijo: “Respeto y admiro (a Fidel Castro). Allá hay democracia. Para mi Fidel es un hombre democrático que defiende la vida.” Hay algo muy preocupante cuando un presidente admira a un dictador. De entrada, no les gusta que nadie los cuestione. Mi entrevista de 15 minutos con Evo terminó antes de llegar a la mitad porque no le gustaron mis preguntas.
Con esa visión no es nada sorprendente que Morales se quiera postular para un cuarto mandato en el 2019. Un Tribunal Constitucional, haciendo malabares, le dio a Evo lo que quería.
En Nicaragua los Ortega están siguiendo los pasos de los Somoza. Es muy irónico que el mismo líder que luchó contra una dictadura esté creando otro sistema autoritario en su país. Daniel Ortega lo controla casi todo en Nicaragua. Llegó al poder en 1979 con el triunfo de la revolución sandinista, lo perdió en 1990 frente a Violeta Chamorro pero lo recuperó en el 2007. Y desde entonces no lo ha soltado. En su última reelección colocó a su esposa, Rosario Murillo, como vicepresidenta.
Antes de su campaña presidencial en el 2007, hablé con Ortega en Managua. “Así como logramos tomar el poder con las armas”, me dijo, “ahora el desafío es tomar el poder con los votos.” Y lo logró. Cuando le pregunté de Cuba, su respuesta fue totalmente predecible: “Por principio Fidel Castro no es ningún dictador, es un revolucionario.” Como si las revoluciones fueran una justificación para imponer dictaduras.
Otro atornillado al poder es Nicolás Maduro, el dictador de Venezuela. Su régimen tiene prisioneros políticos, ha asesinado opositores, censura a la prensa, controla al ejército y las cortes, destituyó a la Asamblea (controlada por la oposición) y ahora pretende tener elecciones presidenciales el 22 de abril.
Maduro fue impuesto por dedazo por Hugo Chávez -antes de su muerte en marzo del 2013- y le aprendió sus mañas. Chávez, un gran mentiroso, prometió entregar el poder en cinco años o menos y se quedó 14. Maduro le sigue los pasos y ha logrado convertir a Venezuela en una de las naciones más pobres, reprimidas y desesperanzadas del hemisferio.
En Honduras Juan Orlando Hernández se saltó la constitución y se impuso para un segundo mandato presidencial. De nada sirvieron las protestas, los muertos y las denuncias internacionales. Tomó posesión rodeado de policías y militares. Esa es la imagen de Honduras en el mundo; un país con algunas de las ciudades más violentas del mundo y un aprendiz de dictador que no puede salir a la calle.
Y por último, la gran dictadura: Cuba. Desde 1959 los hermanitos Castro, Raúl y Fidel, han liderado uno de los sistemas más represivos y antidemocráticos del continente. Su dictadura ha sido tan brutal y castrante como la de Pinochet. Y hoy están aterrados de abrirse un poquito. Ha sido un terrible ejemplo para muchos líderes latinoamericanos que, ante la tentación de atornillarse al poder, tiran la democracia por la ventana.
Ellos, en su sillita, no se dan cuenta que se pusieron del lado equivocado de la historia.