Opinión: Aquí llegó tu tiburón

Por Jorge RAMOS 

Miami, Florida. Me esperaba cualquier cosa de un concierto de Bad Bunny.

Pero no que fuera una (muy divertida) clase de filosofía. Uno de los artistas más escuchados del mundo -sus canciones y videos por streaming se miden en miles de millones de vistas- hace un gran esfuerzo para mantener los pies en la tierra. Y lo logra.

Desde el comienzo. En lugar de invitar a uno de sus amigos reguetoneros a abrir el espectáculo, Benito A. Martínez Ocasio le cedió el espacio a una orquesta sinfónica. Unos 10 minutos de paz antes de la tormenta. La primera señal de que no se trataba de un concierto más.

Lo vi en el estadio Azteca de la ciudad de México ante 80 mil espectadores -durante su World’s Hottest Tour- y me impactó su control del escenario y, sobre todo, de los silencios. Sí, al autor de No Me Quiero Casar, Neverita, Baticano, Cybertruck, Moscow Mule y Perro Negro, le gusta parar entre canción y canción para absorber todo lo que hay a su alrededor. Pueden ser pausas de varios minutos en los que no pasa nada en el escenario. A veces el estadio o la sala de conciertos se va a negro. Es un apagón (como dice el título de otra canción referida a Puerto Rico, donde acaba de terminar su gira).

Eso hizo en Miami. Benito abrió el concierto con Nadie Sabe y luego, ante gritos frenéticos de sus fanáticos, se paró al frente de uno de los dos escenarios -Nadie y Sabe- y se puso a respirar profundamente. (Inhala. Cierra los ojos. Aguanta la respiración. Y exhala con un sonido gutural. Los yoguis le llaman respiración Ujjayi.) Más tarde, con el corazón reposado, el artista de 30 años canta Me Pongo Bonito y sabes que la meditación terminó.

Corre, brinca y se escabulle entre los bailarines. Y mientras interpreta Monaco (sin acento), pone el ritmo cardíaco a mil. A veces el Centro Kaseya en Miami parecía que estaba a punto de reventar, sobre todo cuando los asistentes bailaban y pegaban con los pies en las estradas de metal.

De pronto para. Totalmente. Se esconde en una manta negra con adornos plateados que le cubre la cabeza completa. Nadie sabe lo que pasa ahí dentro. Quizás hace otros ejercicios de respiración o se pone a meditar. O sencillamente es un ser humano cansado, expuesto a presiones incalculables -¿se imaginan lo que es cantarles a decenas de miles de personas y que no te pierden la vista por dos horas?- y que necesita un respiro.

En la segunda mitad del concierto, esta superestrella que alguna vez trabajó como empacador en un supermercado de Puerto Rico, cambia la manta negra por una toalla blanca. Y prácticamente no se la quita de la cabeza por el resto del concierto. A veces se seca el sudor de la cabeza casi rapada y la barba bien cortada. Otras, se sube y baja los lentes, y se acomoda la gorra de béisbol. Y cuando lo necesita, se cubre la cara con la toalla y se vuelve a perder en sus elucubraciones, mientras el público espera, paciente, a que vuelva a cantar.

Como parte del espectáculo, Bad Bunny se sube a una larga barra metálica que le da una vuelta de 360 grados al escenario. Ahí, sin prisa, va apuntando y saludando a los distintos sectores del estadio. Va diciendo “gracias”, “gracias”, “gracias, Miami”. Junta las dos manos, como si fuera a rezar, o cierra un puño y se lo lleva al corazón en señal de agradecimiento. Y se lo crees porque hasta hace relativamente poco nadie sabía de él. Vuelve a parar. De nuevo, se cubre la cara con la toalla, se agarra de uno de los tubos de la barra y se queda inmóvil, como si algo le hubiera pasado. Un minuto después, revive.

Lo que menos me esperaba de un concierto de música urbana era una reflexión sobre cómo aguantar las críticas, el bullying y las expectativas de los otros en tu vida. “Hablan mucho de mí,” se quejó. Pero responde en sus canciones diciendo: “Pa’l carajo los que me critiquen” o “que me odie el que me odie, que me quiera el que me quiera”.

Benito detiene la música y, como si estuviera en el confesionario, o tomándose unas cervezas bien frías con sus mejores amigos en la playita del Condado, se pone a decir que lo importante en la vida no es lo que otros digan de ti -bueno o malo- sino cómo te sientes interiormente. Y la gente le aplaude porque ¿quién no ha sido acosado, criticado o empujado a hacer algo que no quiere?

Este lado filosófico de Bad Bunny contrasta con ese deseo constante de “pasarla bien” -el equivalente en español al to have fun- y con las letras de sus canciones que, sin morbo ni pena, dicen exactamente lo que piensa: “¿Cómo te atreve’ a venir sin panty?” o “Yo quiero perrearte, perrearte y perrear, duro, duro”.

Benito sabe leer a su audiencia. Los ve. Y cuando digo ver me refiero a que conecta sus ojos con los de varios de los asistentes al concierto. Full eye contact. Tuve la suerte de sentarme cerca del escenario y su mirada no era difusa. Apuntaba directamente. Mirada de rifle. Ojos frente a ojos. Así, con esa conexión, si necesitaba más gritos de la gente los conseguía y si quería que corearan sus canciones, bastaba con pedirlo. Benito dominaba.

Es un showman. Entró a caballo para cantar Teléfono Nuevo con una máscara de alienígena. Y para acallar a quienes lo critican por no pronunciar correctamente cada sílaba y balbucear partes de sus canciones, se sentó en la cola de un piano negro -a lo Frank Sinatra- e interpretó sin más instrumentos algunas de sus melodías más conocidas.  

 

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