Opinión: 9/11... Un golpe al alma

Por Jorge RAMOS

Era impensable.

Hace 20 años la mañana era preciosa. Había salido a correr y todo parecía estar en su lugar.

El momento reflejaba el mensaje de esas camisetas que dice: Life is good. Entré a la casa y de pronto vi en la pantalla del televisor como ardía una de las torres gemelas del World Trade Center de Nueva York. Un avión pequeño se había estrellado, aseguraban los primeros reportes. El tiro de la cámara era muy lejano y no dejaba ver la dimensión del daño. “Seguramente es un accidente”, pensé en voz alta. “Quizás un piloto que se despistó o que tuvo una falla técnica en su avioneta”.

No lo quise creer. Me alejé del televisor y me fui a bañar. Cuando salí de la regadera todo cambió. Un segundo avión se había estrellado contra la otra torre. Esto no podía ser un accidente. Sentí un escalofrío en todo el cuerpo, aún mojado por el baño, y supe en ese preciso instante que mi vida -nuestra vida- nunca más sería la misma.

Fue un golpe al alma.

Corrí a cambiarme, recibí una llamada de una estación de radio en México -sus reporteros estaban tan perplejos como yo-, me aseguré que recogieran del kínder a mi hijo Nicolás de apenas tres años porque no sabíamos si habría más ataques y manejé lo más rápido posible a la estación de televisión donde trabajo. Estuvimos todo el día y la noche al aire tratando de encontrarle sentido a lo que acabábamos de ver.

En vivo, junto a los televidentes, presenciamos cómo se tiraban al vacío desde las ventanas de los dos edificios personas desesperadas que habían quedado atrapadas en los pisos superiores al del impacto de los aviones. De pronto, cayó una torre. Y poco después la otra. No teníamos palabras para describir lo que ni siquiera podíamos imaginar. Recuerdo permanecer en silencio por largos momentos -violando esa regla no escrita de la televisión de que hay que llenar todos los espacios-.

Ya nada sería igual.

Cerraron aeropuertos y el tráfico aéreo y no tuve más remedio que ir en auto, junto a otras dos personas, desde Miami hasta Nueva York. Lo hicimos en 23 horas sin descansar.

Nueva York era el horror; la guerra en tu propia casa. Llegamos sin muchas dificultades al lugar de la devastación. Nadie nos impidió acercarnos. La policía tenía otras prioridades. El enemigo ya estaba dentro. Encontré tirado en la calle un gigantesco tornillo que formó parte de un edificio que ya no estaba. Lo recogí y lo guardé con veneración, como si se tratara de un objeto religioso.

Un fuerte olor a muerte y cemento pulverizado se coló entre la ropa y mi piel. Cada respiración me pesaba y me empujaba contra la tierra. Sabía lo que estaba respirando, y que lo llevaría dentro de mí toda la vida, pero se impuso esa extraña obligación que sentimos los periodistas de dejar todo a un lado y reportar lo que estaba viendo. (Tuve que tirar la ropa pero luego pagaría en sobrecargas de estrés y ansiedad esa necedad de vivir tan de prisa.)

A dos días del ataque que había dejado casi tres mil muertos, Estados Unidos estaba en shock. Paralizado. Igual que el presidente George W. Bush cuando le dijeron en una escuela de la Florida lo que había ocurrido. No se movió por un largo, inacabable, momento. Se quedó sentado, con los ojos bien abiertos, mirando al vacío, digiriendo mentalmente lo imposible.

George W. Bush prometió venganza y una guerra de la que apenas estamos saliendo. Pero el miedo ya se había colado. Dejamos de volar y de viajar. Los lugares públicos eran una amenaza. Los vecinos y los extranjeros eran vistos, injustamente, con sospecha. Nuestro vocabulario cambió y estaba lleno de palabras como terrorismo, talibanes, Al Kaeda y Osama bin Laden. Nos convertimos en otros. Para sobrevivir. Y poco a poco tuvimos que reconocer que la vida nunca sería como la que tuvimos antes de ese 11 de septiembre del 2001. La normalidad se había esfumado.

Ese 9/11 y sus consecuencias son muy parecidos a la actual crisis por el covid. Esta pandemia ha sido otro golpe al alma y nos ha afectado a todos. El contagio planetario también era impensable. Pero un maldito virus nos está matando.

En algún momento, en el primer trimestre del 2020, nos encerramos en la casa porque la calle, la vida pública, era muy peligrosa. Y paramos de vivir, al menos como antes. Para mí ese escalofrío -señal inequívoca de que mi vida cambiaba radicalmente- fue cuando tuve que cancelar mi participación en un debate con los candidatos presidenciales, algo que había esperado por cuatro años. Suspendimos vuelos, reuniones, trabajos, amores, planes y sueños.

Pronto caeremos en cuenta que tampoco regresaremos a una normalidad pre-covid. El 2019 nunca volverá como tampoco volvió el 2000. Así como nos tuvimos que acostumbrar a lidiar con el terrorismo, lo tendremos que hacer con la pandemia.

Se nos olvida que las extensas revisiones en los aeropuertos -identificación, no llevar objetos metálicos ni agua, quitarse los zapatos, listas de los que no vuelan, despedidas fuera del aeropuerto…- son producto del 9/11. Y seguramente la incómoda cotidianeidad con máscaras, alertas sanitarias, vacunas recurrentes y un montón de formularios para viajar se quedará con nosotros. Terrorismo y pandemia son ya parte de nuestras vidas.

Una de las canciones de moda antes de los ataques terroristas en Nueva York, Washington y Pennsylvania era Beautiful Day de la banda U2. Era como un himno al optimismo. Como si la humanidad hubiera llegado, como sugería un intelectual, al fin de la historia y el futuro nos deparara democracia, justicia, igualdad y respeto a los derechos humanos. Qué equivocados estábamos. No pudimos ver más allá de los falsos muros de nuestras fronteras y prejuicios.

Me he tardado dos décadas en digerir lo que vi y viví esos días de terror y todavía no puedo decir que estoy sanado. Después del 9/11 me lancé a una loca aventura periodística en Afganistán que pudo haber terminado muy mal. Sospecho que me cuidaron todos los santos en los que no creo.

Pero esto palidece ante la experiencia de los cientos de sobrevivientes y familiares de las víctimas con quienes he conversado en las últimas dos décadas. La sobria escultura de piedra negra en la llamada Zona Cero, con una cascada cuadricular que cae en un vacío inmenso, refleja dolorosamente sus sentimientos. Hay pocas de esas pláticas que no culminen con el pecho a punto de reventar y los ojos fijados en una fotografía mental de algo o alguien que perdieron.

Hay golpes que duran toda la vida.

 

Y el único consuelo es que seguimos aquí.

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