Opinión: ¿Qué hacemos con los ex?

Los ex, hay que reconocerlo, son un dolor de cabeza. Tuvieron mucho poder sobre nosotros, no se acostumbran a estar en un segundo plano, y se la pasan tuiteando y haciendo cualquier cosa para llamar la atención. Me refiero, por supuesto, a los expresidentes.

Hay expresidentes que desaparecen de los titulares y de la vida pública de un país. Como el estadounidense George W. Bush. Ellos decidieron que la mejor contribución que le pueden hacer a la nación es dejar en paz al presidente en turno. Hay otros, como Alvaro Uribe de Colombia -y a quién nadie le ha avisado que ya no es presidente- y que se sienten con el derecho de opinar de todo y de todos.

Y luego están los rateros. Esos que aprovecharon sus años en el poder para enriquecerse. Es difícil pensar en una estupidez más grande que robar cuando todos te están viendo. Pero los presidentes, luego de unos meses en palacio, suelen sentirse todopoderosos; eso los lleva a creer que el presupuesto de la nación es de ellos y a repartir viajes y lujos a familiares.

Hay una larga lista de expresidentes latinoamericanos rateros. Es fácil saber quiénes son. Casi todos fueron funcionarios públicos así que basta hacer la suma de sus salarios y contrastarla con las propiedades que poseen al dejar la presidencia. Esa aritmética casi nunca cuadra. Pero es difícil enjuiciarlos y encarcelarlos porque se conocen bien las reglas del juego y le saben hasta los últimos secretos a sus acusadores potenciales. La amenaza es clara: si yo caigo, tú caes también. 

Si todos supiéramos cuánto dinero tiene un presidente antes y después de su mandato, sería muy fácil hacerle las cuentas. Por eso tengo la mala costumbre de preguntarle a todos los candidatos presidenciales dos simples preguntas: ¿cuánto dinero tiene? y ¿es usted millonario? Pero mi experiencia ha sido muy mala. 

Resulta que la gran mayoría de los candidatos presidenciales no sabe exactamente cuánto dinero tiene. Y los expresidentes son totalmente desmemoriados. Suelen olvidarse hasta de casas y apartamentos que acaban de comprar y donde han pasado largas temporadas. Pero el trabajo de fiscales y periodistas es precisamente hacer que se acuerden, aunque sea un poquito, de todo lo que compraron con dinero de otros. 

Es tan difícil meter a un expresidente latinoamericano a la cárcel que por eso hay que destacar a los países que lo han logrado o que, por lo menos, lo están intentando. Guatemala, Perú, Panamá y Brasil nos están dando un ejemplo de lo que ocurre cuando hay un compromiso contra la corrupción y la impunidad. En Guatemala está en prisión Otto Pérez Molina, Alberto Fujimori y Ollanta Humala están encarcelados en Perú -este último en prisión “preventiva”-, Panamá solicitó a Estados Unidos la extradición del detenido Ricardo Martinelli y en Brasil se ha iniciado un proceso judicial contra Luiz Inacio Lula da Silva.

No deja de sorprenderme que ningún expresidente mexicano haya sido encarcelado por corrupción en un país que tuvo por décadas una millonaria partida secreta para uso discrecional de los mandatarios y donde reina el dicho “político pobre, pobre político”. Lo que pasa es que en México no hay una verdadera voluntad de agarrar a los tramposos.

La casa de siete millones de dólares que la esposa del presidente le compró a un contratista del gobierno es el típico conflicto de interés. En otros países ya no habría ni casa ni presidente ni contratista. La investigación ordenada por Enrique Peña Nieto fue un engaño; se la dio a un subalterno que -¡sorpresa!- lo encontró inocente. Queda mucho por rascar. 

Pero como me dijo hace poco en una entrevista el presidente de El Salvador, Jimmy Morales, hay sociedades donde existe una corrupción “normal” que suele ser tolerada o ignorada. Ir a contracorriente no es fácil. 

Entiendo que lo que menos quiere un nuevo presidente es ponerse a pelear con el anterior. Además, siempre hay cosas más importantes. La pregunta es válida: ¿gasto mi capital político en perseguir a exfulano o mejor se lo dedico a un asunto que beneficie a millones de personas? 

 

Pero la única manera de que las cosas cambien es si le caemos en serio a un par de ex. No es una cuestión de venganza sino de justicia. (Y de una frustración que corroe por dentro.)

 

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