“Buenas tardes. A los líderes, escépticos y cínicos que nos pidieron quedarnos sentados y silenciosos, esperar nuestro turno, bienvenidos a la revolución. Es una revolución poderosa porque es hecha por y para los jóvenes de este país”.
Con ese mensaje contundente, Cameron Kasky, uno de los sobrevivientes de la masacre de la escuela preparatoria Marjory Stoneman Douglas, de Parkland, Florida, proyectó lo que muchos jóvenes esperan se convierta el movimiento estudiantil por la seguridad escolar y el control de armas: un factor de cambio real y no sólo un altoparlante de reclamos.
Cubrí como periodista la “Marcha por nuestras vidas” en Washington, DC el pasado fin de semana. Imposible no contagiarse de la pasión de decenas de miles de jóvenes, algunos de ellos niños, que con sus gritos y pancartas mostraban su profunda inconformidad por la incapacidad de los adultos para contener la violencia de las armas de fuego.
La generación adicta a la gratificación instantánea exige cambios inmediatos, profundos, efectivos.
Aún está por verse si las movilizaciones de los jóvenes se convierten en un agente del cambio político real. Pero las zancadas que han dado en apenas unas semanas son reflejo de su potencial.
Y sus metas trascienden la política del enojo: Han enfocado sus baterías a registrar jóvenes votantes, alentarlos a la participación política plena, incluido votar.
Debo reconocer que, al igual que en otras movilizaciones donde el tema central no es la migración, me decepcionó la escasa presencia de rostros latinos. No es la primera vez. Es desafortunado porque la violencia de las armas trasciende colores, niveles económicos o estatus migratorios. Peor aún: está documentado que las comunidades de color padecen un desproporcional impacto de la violencia armada.
Se trató pues de una movilización abrumadoramente blanca en una ciudad, Washington, DC, donde la abrumadora mayoría de su población es afro-americana.
Al igual que los “dreamers” en su momento, los sobrevivientes de Parkland han atrapado la atención y la imaginación de un país que parecía haber olvidado que casi todos los cambios profundos inician desde abajo, desde las comunidades que empujan a los políticos a actuar o pagar las consecuencias en las urnas. Ahora es turno de los adultos de seguir el ejemplo de nuestros hijos.
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