Editorial: Un hombre todo honor... el Benemérito

El venidero 18 de julio estará colgada de banderas la ciudad de las estatuas de bronce y de las casas de azulejos. Los niños de las escuelas marcharán como soldados. Las niñas, vestidas de blanco, llevarán al mausoleo del indio ramos de flores, escribió José Martí refiriéndose a Benito Juárez, el bien llamado Benemérito de las Américas.

Juárez, de quien el próximo miércoles 18 se cumplen 146 años de su muerte, y Martí, lucharon hasta el final de sus vidas por las independencias de sus respectivos países: México y Cuba. No es casual que una parte de los restos del prócer mexicano descansen en el cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba, muy cerca del panteón erigido al cubano más universal.

El mexicano nació el 21 de marzo de 1806, vivió 66 años, huéfano de padre y madre desde los tres años, de extracción humilde, supo desde su niñez, trabajar arduamente por hacerse de un futuro mejor que el que se abría ante sus ojos, hizo de la humildad el principio fundamental de su proceder, y del respeto a los demás su línea a seguir en todo momento. Juárez hizo valer su frase ‘los hombres no son nada, los principios lo son todo’. Martí apuntó: “un principio justo, desde el fondo de una cueva vale más que un ejército”. El cubano nació el 28 de enero de 1853, su existencia fue de sólo 42 años. Murió en combate el 19 de mayo de 1895.

México, escribió el cubano, ratifica cada año ante el mundo con su derecho creciente de república trabajadora su natural determinación de ser libre. Y lo será, porque domó a los soberbios. Los domó Juárez, sin ira.

Quienes han escrito biografías sobre Benito Juárez coinciden, por ejemplo, en que era un masón virtuoso y de sobresalientes cualidades humanas que determinaron su recia personalidad.

Días antes de que el ejército mexicano se rindiera ante el francés, Juárez abandonó la ciudad de México y lentamente atravesó los estados norteños... “Y el carruaje partió. Empezó el vía crucis de la República, su camino de la cruz, doloroso y marcado por caídas mortales”.

En aquellos años terribles que vivieron los mexicanos lo único que infundía aliento, que daba alma a la causa republicana herida de muerte, era la gran alma de Juárez, su serenidad estoica, la incontrastable firmeza de su fe, pero no la fe ciega de los hombres sometidos de su raza, sino la fe clarividente de los de su raza que ascienden a la civilización y a la conciencia libre, precisan sus biógrafos.

Su dedicación al estudio, sus habilidades e inteligencia sirven muy bien para ratificar su frase: La constancia y el estudio hacen a los hombres grandes, y los hombres grandes son el porvenir de la patria. También le acompañaban su capacidad de liderazgo y honradez. En 1834 obtuvo el título de abogado aquel indio descalzo que aprendió a hablar latín.

 

El pasado domingo primero, el pueblo de México, cansado de mentiras, de la galopante corrupción, de una violencia desenfrenada, de salarios de miseria, ejerció su derecho al voto, y de manera consciente o no, hizo recordar con su proceder la dignidad impregnada por Benito Juárez.

 

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