Están ahí pero muchos no los ven.
Son invisibles para la mayoría de los norteamericanos a pesar de que son más de 11 millones y hacen para ellos los trabajos más difíciles, los que nadie quiere hacer. Les llaman ilegales y criminales.
Sí, es cierto, rompieron la ley al entrar sin permiso a Estados Unidos o cuando se quedaron más allá del tiempo que les concedía su visa. Pero no es ningún crimen. Vienen porque miles de empresas norteamericanas los contratan y porque su trabajo beneficia a millones de personas. Por eso vienen. Todos somos sus cómplices.
Comemos lo que ellos cosechan. Dormimos en casas y apartamentos que ellos construyeron. Y muchas veces cuando vamos a un hotel, restaurante o negocio, alguno de ellos nos atiende. Son parte de nuestras vidas pero no los vemos. Son invisibles.
De hecho, ellos tratan de hacerse invisibles. No hacen ruido. No se pelean. Se esconden. No quieren que la policía los detenga por una infracción de tráfico porque pueden perder el carro y hasta ser deportados. Siempre se están despidiendo; cuando salen de sus casas no saben si van a regresar en la noche a ver a sus hijos.
El gobierno del presidente Obama ha deportado a más de dos millones de inmigrantes desde que llegó a la Casa Blanca. Más que cualquier otro presidente. Pero al menos protegió de la deportación a cientos de miles de Dreamers -estudiantes indocumentados- y con su acción ejecutiva pretende hacer lo mismo con más de cuatro millones de inmigrantes. Si lo dejan.
Actualmente hay mucha confusión. La acción ejecutiva de Obama está atorada en las cortes. Veintiséis estados lo demandaron y los indocumentados, como siempre, no tienen más remedio que esperar. Y esperar.
Para variar, esto se ha convertido en tema de campaña. Ocurre cada cuatro años. No hay nada más fácil que atacar a quienes no se pueden defender públicamente.
Muchos precandidatos Republicanos y comentaristas conservadores hablan de los indocumentados como si se tratara de seres desechables, que puedes empacar y enviar a cualquier parte del mundo. Se les olvida que sus familias también vinieron de otro lado. Pero ese olvido podría costarles muy caro en las urnas.
En una elección muy cerrada, los votantes latinos decidirán quién será el próximo presidente de Estados Unidos. No es magia. Son matemáticas. Barack Obama ganó la pasada elección con apenas cinco millones de votos más que Mitt Romney. El próximo año se calcula que voten 16 millones de latinos, más que suficientes para elegir al ganador. Y no van a votar, en su mayoría, por un deportador.
Es, en realidad, un concepto muy sencillo. Ningún hispano va a votar por un candidato que quiera deportar a su papá y mamá, a sus amigos, a sus vecinos, a sus compañeros de trabajo o a estudiantes jóvenes.
El líder histórico de los hispanos, César Chávez, dijo hace 31 años: “He visto el futuro y el futuro es nuestro.” Ese futuro es hoy. Cada año 800 mil latinos cumplen 18 años, la edad para votar, según el centro Pew. En el 2050 uno de cada tres norteamericanos tendrá apellido hispano. Sí, el futuro es nuestro e incluirá, pronto, al primer presidente latino.
Los latinos en Estados Unidos saben que no hay nada más difícil que ser inmigrante. Lo dejas todo -casa, amigos, familia, idioma- por una apuesta: que tú y tus hijos van a vivir mejor. (Por eso hay más de 230 millones de inmigrantes en el mundo. Tres de cada 100 personas en el planeta se van a vivir a otro lado.)
Los grandes países son medidos, no por la manera en que tratan a los ricos y poderosos, sino por su forma de cuidar a los más vulnerables. Y los inmigrantes son los más vulnerables. Estados Unidos tiene ahora que decidir qué tipo de país quiere ser. Solo espero que trate a los inmigrantes que llegaron después de mí con la misma generosidad y respeto con que me trató a mí.