Opinión: Por un mundo sin reyes ni reinas

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Isabel II tuvo una vida de cuento. Pero hay que tener mucho cuidado con los cuentos de reinas y reyes.

Independientemente de sus grandes logros profesionales y políticos durante siete décadas, y del enorme sacrificio personal, Elizabeth Alexandra Mary Windsor nació como princesa (de York) y se convirtió en reina en 1952 por el simple hecho de haber nacido dentro de la familia real británica. Nada más.

Ninguna otra niña en ninguna otra parte del mundo podría haber tenido esa posición. Solo ella. Lo obvio: ese título no se lo ganó, le tocó. Lo heredó.

Ante ese gigantesco privilegio, el argumento en este 2022 es sencillo: no más reyes ni reinas. No los necesitamos. Son un mal precedente en sociedades que buscan mayor igualdad. Cuestan mucho. Y todo lo que hacen lo puede realizar perfectamente un civil.

A pesar de lo anterior, todavía hay 56 países que forman parte de una alianza voluntaria con Gran Bretaña (Commonwealth) y 14 que son monarquías constitucionales. En esos casos las funciones del monarca británico son, sobre todo, simbólicas. Pero ya no tiene mucho sentido, por ejemplo, que un país como Antigua y Barbuda, en el Caribe, tenga ahora a Carlos III como rey. Por eso su primer ministro Gaston Browne anunció un plebiscito para convertir a las islas en una república en los próximos tres años. Barbados, por su parte, se convirtió en una república a finales del 2021 y en Jamaica hay un fuerte movimiento para hacer lo mismo.

Ese es el futuro: un mundo con menos monarquías.

La historia es imborrable. La reina Isabel II de Inglaterra fue una gran representante de la tradición, continuidad y fuerza de la monarquía británica. Pero también fue el símbolo de un pasado de colonialismo, abusos y racismo de un poderoso imperio. “La monarquía no sirve para nada”, le dijo en Londres al diario The New York Times una joven de 29 años de edad. “No le hago caso a toda la fanfarria; es una dolorosa muestra de un violento pasado”.

El periódico -citando una encuesta de YouGov- sugiere que el apoyo a la monarquía aumenta con la edad. El 74 por ciento de los mayores de 65 años cree que es algo bueno para Gran Bretaña, mientras que solo el 24 por ciento de los jóvenes entre 18 y 24 años cree lo mismo.

Traducción: lo moderno es no ser, en lo posible, súbdito de un rey.

A pesar de lo que pudiera parecer algunos días, el mundo avanza hacia sociedades más abiertas, democráticas y meritocráticas. La mitad de los países en el 2017 eran democracias, según el centro Pew, frente a solo el 24 por ciento en 1977. Y aunque algunas monarquías caen dentro de la definición técnica de democracia, un rey o una reina está -en papel- siempre como jefe de estado.

En un planeta cada vez más diverso, multiétnico y multicultural, hemos educado a nuestros hijos e hijas a luchar por lo que quieran, no a pensar que se lo merecen por herencia o por nacimiento. Es la meritocracia y el premio del esfuerzo como objetivo, a pesar de las enormes desigualdades y desventajas con que crecen millones de personas.

El acta de independencia de Estados Unidos tiene, desde mi punto de vista, una de las frases más contundentes jamás escritas: “Todos los seres humanos fueron creados iguales”. Es, desde luego, un ideal. Pero responde perfectamente a una nueva nación que surgía en 1776 en oposición al entonces rey de Inglaterra. El mensaje fue clarísimo: en este país el rey ya no gobierna.

La lucha por la independencia de México, como muchas otras, fue para liberarse de la monarquía española y estableció, como lo indica la siempre útil edición de la Historia Mínima de México de El Colegio de México, que “la soberanía reside originalmente en el pueblo”. No en el rey o en el virrey. Y esa simple pero poderosa idea cambió la historia de los mexicanos.

En América Latina venimos de una tradición antimonárquica. Por eso, cuando algún dictadorzuelo latinoamericano -llámese Nicolás Maduro, Daniel Ortega o Miguel Díaz-Canel- actúa como si fuera rey, hay una fiera oposición. Llevamos más de 200 años luchando contra los que se creen divinamente superiores a los demás y se adjudican todos los poderes. Pero tarde o temprano caerán. Con peores hemos acabado.

Por ahora, la monarquía británica no corre ningún peligro. Es experta en el arte de la sobrevivencia política. Y tampoco existe una señal de cambio. Carlos III no ha dado ninguna indicación de que ofrecerá disculpas por un pasado esclavista y mucho menos de que abrirá el diálogo con otros países sobre viejas rencillas. El juego de la monarquía -cualquier monarquía- es la permanencia. Así que lo único que le queda a algunos países que quieren un destino distinto -como lo hizo Barbados- es romper con los monarcas.

Durante los últimos días, dentro y fuera del estudio de televisión, he aprendido muchísimo de la extraordinaria vida de la reina Isabel II, de su carácter moral, su benevolencia, su devoción por los otros y su punzante sentido del humor. La serie de Netflix, The Crown, ha sido fundamental para humanizar al personaje. Y soy absolutamente respetuoso de los que prefieren ser súbditos en un reinado.

Pero estoy convencido que un mundo sin reyes y reinas es mucho mejor. Más libre, más democrático, más diverso, más igualitario. Hay que apostar por el mérito, el talento y el trabajo, no por la herencia. 

Por nuestros hijos y por las nuevas generaciones, ya es hora que empecemos a contar los cuentos al revés.

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