(Este es parte de mi discurso en la ceremonia del Premio Voltaire de la Asociación Internacional de Editores -IPA- realizada durante la maravillosa Feria del Libro en Guadalajara.)
Querían quemar los libros. “Creo que debemos tirar esos libros al fuego”, dijo uno. Mientras que el otro quería “ver los libros antes de quemarlos para identificar lo que está mal en nuestra comunidad”. Esto no pasó en la Alemania Nazi ni durante la inquisición en la edad media en Italia o España. Esto ocurrió hace poco en Estados Unidos, el país más poderoso y tecnológicamente avanzado del mundo.
Dos representantes de la Junta Escolar del condado de Spotsylvania en Virginia querían prohibir en las bibliotecas de sus escuelas libros con “contenido sexual explícito”. Entre ellos había uno sobre tres adolescentes que escaparon de la prostitución y el abuso sexual. Otro era sobre una niña del siglo XIX que se vestía como niño para entrar a la escuela de medicina.
En la primera sesión todos los miembros de la junta escolar votaron a favor de prohibir y remover esos libros de sus bibliotecas. Pero cuando esto se convirtió en noticia a nivel nacional-particularmente por la propuesta de quemar los libros- la junta revirtió su posición. (Los dos miembros que querían quemar los libros no cambiaron su voto ni se disculparon públicamente.)
Esto ocurrió en una pequeña población a hora y media de Washington, la capital del país. Desafortunadamente lo que ocurrió en Virginia se está repitiendo en otras partes del mundo. La Asociación de Bibliotecas de Estados Unidos (ALA) tiene una lista de los 100 libros más censurados de la década. Muchos de esos libros hablan en contra del racismo, la discriminación y las desigualdades de género.
A nivel mundial es imposible tener una lista de todos los libros prohibidos por los gobiernos. Sería larguísima. Pero la Enciclopedia Británica tiene una lista de los “más censurados” de la historia que incluye a Ulises de James Joyce, Los Versos Satánicos de Salman Rushdie, 1984 de George Orwell y hasta Alicia En El País De Las Maravillas de Lewis Caroll. Basta decir que algunos de los libros más influyentes de nuestros tiempos han sido censurados por un gobierno, una autoridad religiosa o una junta escolar que se asusta con personajes de la comunidad LGBTQ+.
Publicar en estos días es, a veces, un acto de valentía y rebeldía.
Un reporte de la IPA del 2020 confirmó que la libertad de publicar está siendo cuestionada y atacada en muchas partes del mundo. Sobre todo por gobiernos. Y también con cárcel, hostigamiento, autocensura y el abuso de las leyes contra la difamación.
El reporte establece que algunos libros en países como Cuba y Venezuela sencillamente no se pueden publicar. En Beirut este año asesinaron al editor Lokman Slim. Su hermana y coeditora, Rasha Al Ameer recibió a su nombre el Premio Voltaire –que destaca el trabajo de editores valientes-. Sabemos también que en Bangladesh el editor Faisal Arepin Dipan fue asesinado y que en Egipto han sentenciado con prisión al editor Khaled Lofty. La conclusión del reporte es inequívoca: publicar un libro no debe ser nunca una sentencia de muerte.
La libertad es trabajo de equipo. Por cada escritor y periodista necesitamos a un valiente editor y dueño de medios dispuesto a sacrificar su trabajo -y a veces su vida- para que todos podamos leer un libro controversial y recibir las noticias sin censura.
La censura está siempre ligada al poder. Y requiere de dos elementos: uno que imponga por la fuerza un punto de vista y otro que obedezca. Por eso, si permitimos que los gobiernos-especialmente los más autoritarios- determinen quién es enemigo y dicten qué debemos ver, escribir, leer o escuchar, entonces estamos en problemas. ¿Por qué? Porque inevitablemente van a hacer todo lo posible para quedarse en el poder.
Así que la primera regla de toda nación libre debe ser: no a la censura oficial. Por ahí empiezan a desmantelarse las democracias. En su libro Sobre La Tiranía, Timothy Snyder, profesor de historia de la universidad de Yale, nos advierte del peligro de ceder ante los gobiernos. “No obedezcas por adelantado”, escribió. “La mayor parte del poder que tienen los sistemas autoritarios les fue dado voluntariamente”.
Los editores y los periodistas siempre deben rechazar la censura, venga de donde venga. Pero eso no significa que estamos en la obligación de publicar todo lo que nos llega a nuestros correos electrónicos o a nuestras redes sociales. Nuestro trabajo es precisamente identificar lo que es noticia y vale la pena publicar. Y dejar fuera lo que no lo es. Por eso los gobiernos nunca deben involucrarse en nuestro trabajo.
Los editores y medios de comunicación no somos una agencia de relaciones públicas de ningún gobierno. Por ejemplo, los reporteros nunca estuvimos moralmente obligados a publicar los miles de tuits y a difundir todo lo que decía el expresidente Donald Trump. Al contrario, muchas de las cosas que decía eran mentiras. De la misma manera, ningún medio en México ha tenido la obligación de transmitir íntegramente todas las “mañaneras” del presidente López Obrador durante los últimos tres años. Eso no sería buen periodismo y, además, debemos cuestionarlo constantemente. Sobre todo cuando tiene “otros datos” que no coinciden con la realidad.
El principio ético para los editores y periodistas es exactamente el mismo. Si tenemos que decidir entre ser amigos o enemigos de la gente con poder, siempre es mejor poner una distancia. Al final de cuentas, vamos a tener que publicar lo que ellos quieren esconder. Y eso significa que no podemos ser neutrales en casos de racismo, discriminación, corrupción, mentiras públicas, violación a los derechos humanos y dictaduras. En estos casos debemos tomar partido y ser contrapoder.
La periodista italiana, Oriana Fallaci, lo resumió magistralmente en una carta a un corresponsal extranjero: “Para mí, ser periodista significa ser desobediente. Y ser desobediente significa estar en la oposición. Y para estar en la oposición, hay que decir la verdad. Y la verdad siempre es lo opuesto a lo que la gente dice”.
Creo que los editores y los periodistas hacemos nuestro mejor trabajo cuando desobedecemos a los poderosos, cuando cuestionamos su autoridad y cuando lo arriesgamos todo para contar la verdad. Nuestro trabajo, al final de cuentas, es luchar contra la censura aún bajo el riesgo de quemarnos.
Publicar libros no es un trabajo para los que quieren ser neutrales, ni para los que prefieren quedarse callados. Detrás de la publicación de un libro prohibido o censurado siempre hay un editor valiente. Nuestra libertad depende de ellos.