¡Qué cambio! Cuando despertamos, particularmente los que vivimos en Estados Unidos, ya no tenemos que brincar o estar pendientes por el último tuit, insulto, ataque, locura o mentira de Donald Trump.
El mundo, como siempre, tiene sus dosis de emergencias y tragedias -desde los golpes de la pandemia hasta el maléfico y destructivo clima que nos estamos creando. Pero las venganzas y conspiraciones inventadas por Trump ya no aparecen en la ecuación. El está encerrado en su club de golf de Mar-A-Lago en la Florida y eso es un alivio.
En una imagen más que simbólica, hace unos días se dinamitó el hotel y casino Trump Plaza en Nueva Jersey. Fue uno de los casinos más exitosos en Atlantic City antes de irse a la bancarrota y ser vendido. Y todo terminó en espectáculo, como tantas cosas en las que el apellido Trump está involucrado. Hubo gente que pagó 10 dólares para ver desde sus autos la demolición del horrendo edificio con tres mil cargas de dinamita y otros que desembolsaron hasta 575 dólares para hacerlo con desayuno incluido desde una zona VIP.
Trump cayó pero no se va. Y es políticamente radioactivo. Estar ligado a él es, de alguna manera, defender o justificar su racismo y sus ataques al sistema democrático de Estados Unidos. Es cierto, el senado no lo encontró culpable de incitar a una insurrección en su segundo juicio político. Pero los dos votos en su contra -57 a 43 en el senado y 232 contra 197 en la cámara de representantes- y las imágenes de la violenta invasión al capitolio lo presentarán en los libros de historia como un viejo caudillo que no quiso aceptar los resultados de una elección que perdió por mucho.
Dentro del partido republicano hay una tormenta. Los republicanos tienen que decidir si quieren seguir siendo el partido de Trump o algo distinto. La influencia de Trump y de sus 74 millones de votos es innegable.
Entre los trumpistas hay un temor de alejarse del líder que durante cuatro años lanzó su furia tuitera contra todos aquellos que no mostraban sumisión y absoluta lealtad. Pero dos cosas han cambiado: Trump ya no está en la Casa Blanca y ha perdido su espada digital.
Twitter suspendió permanentemente la cuenta de Trump “ante el riesgo de que pudiera volver a incitar a la violencia”, según explicó la poderosa compañía privada. A pesar de lo anterior, la influencia de Trump todavía se siente, sobre todo cuando se trata de conseguir donaciones y apoyo para campañas electorales en el futuro.
”Pudo haber sido un acto de suicidio político”, dijo en The New York Times el congresista republicano de Michigan, Peter Meijer, sobre su decisión de votar a favor de enjuiciar a Trump. Meijer es uno de los 10 congresistas republicanos que se unieron a los demócratas para acusar a Trump de “incitación a la violencia”. Y ahora su reelección en el 2022 está en riesgo por ese voto. Pero Meijer no es el único que ha dado la pelea contra Trump.
El nuevo presidente Joe Biden quiere convertir a Trump en un innombrable. “Estoy cansado de hablar de Donald Trump, ya no quiero hablar de él”, dijo Biden en un foro de CNN. “Por cuatro años todo lo que salía en las noticias era sobre Trump. En los próximos cuatro años quiero asegurarme que lo que salga en las noticias sea sobre la gente de Estados Unidos”.
Hay presidentes a quienes les gusta hablar constantemente de sus predecesores y culparlos de los problemas que no han podido resolver. Pero hay otros, como Biden, que asumen como propios los retos que les dejaron desde el primer día en que tomaron posesión. Después de todo, para eso escogemos presidente: para que resuelva los asuntos que quedaron pendientes y para que envíe a sus predecesores al olvido.
La historia, sin embargo, nos demuestra que no es tan fácil. En América Latina también hemos tenido a nuestros innombrables. Se trata de expresidentes -como Carlos Salinas de Gortari en México y Alvaro Uribe en Colombia- que siguen teniendo una inusitada influencia muchos años después de dejar la presidencia. Son, desde luego, personajes muy incómodos para cualquier mandatario. Y, por el poder y temor que desprenden, es imposible ignorarlos.
Así -“innombrable”- es como el actual presidente de México, Andrés Manuel López Obrador se ha referido en varias ocasiones al expresidente priista Salinas de Gortari (quien llegó al poder con un gigantesco fraude electoral en 1988 e inició un proceso de polémicas privatizaciones que aún hoy tienen graves consecuencias). López Obrador contó en un tuit del 2019 que retomó el término “innombrable” del escritor argentino Jorge Luis Borges, quien se lo aplicaba al general Juan Domingo Perón.
El problema con los innombrables es que, aunque no los menciones en voz alta, sientes su presencia. Y si de algo nos sirve la experiencia de Argentina, Colombia y México, es que la mejor manera de lidiar con líderes autoritarios que no saben decir adiós es denunciarlos y desmantelar públicamente, uno a uno, sus abusos de poder.
Por eso Trump no va a desaparecer solo porque Biden no quiere hablar de él. Va a desaparecer del imaginario político y digital únicamente si puede presentarlo como uno de los presidentes más racistas, antidemocráticos e ineficaces -con más de 400 mil muertes por la pandemia- que ha tenido Estados Unidos. Solo así podrá asegurarse de que no regresará como candidato presidencial en el 2024.
Después de lo anterior y lo que hemos visto, lo peor que puede ocurrir es convertir a un innombrable en mito.