Por Jorge RAMOS
Me lavo las manos frecuentemente, veo las noticias, me he convertido -como todos- en un experto del coronavirus y, aunque me pongan en el grupo de mayor riesgo, no dejo que me afecte porque me quedan muchas cosas por hacer. Estoy cumpliendo 62 años y el tiempo parece que se me escapa.
Dividir la vida en días -llevo 22 mil 630 en esta tierra- le quita el dramatismo al cumpleaños. Es solo un día más entre miles. Pero las sumas -hijos, viajes, trabajos, casas, libros, amigos…- llevan a una conclusión inevitable: me queda menos tiempo. El escritor español Vicente Verdú decía que el verdadero lujo del siglo XXI es “cada vez más, el tiempo”. Tiempo, sugería, para ver las flores o el movimiento de un niño sin la ansiedad del reloj. Y le hago caso. Ahora todo lo tengo organizado para perder el menor tiempo posible.
O dicho de otra manera: solo quiero perder el tiempo con los que de verdad quiero. Por eso, creo, los últimos años de nuestras vidas suelen tener una intensidad y urgencia que nunca reconocimos en la adolescencia. La escritora Isabel Allende, quien ha sido una especie de ángel guardián para mí y que me ha dado los mejores consejos de la vida, me contaba el otro día que se ha vuelto a casar. Y que enamorarse a los 76 es muy parecido a enamorarse a los 18. “Igual, igual; la misma ansiedad, las mismas ganas de estar con el otro,” me dijo. Pero con prisa y sin paciencia para peleas tontas.
Tiene razón. Durante casi una década Chiqui le ha dado más significado y amor y sorpresa a mi vida, y en esas pláticas nocturnas en la cocina solemos dividir las cosas entre esenciales y todo lo demás. Bueno, cada vez me queda menos tiempo para todo lo demás.
Bloqueo olímpica y rápidamente a los que insultan en las redes sociales, y ya no contesto el celular todas las veces que suena. Pero siempre -siempre- estoy ahí cuando me hablan mis hijos Paola y Nicolás. Estoy convencido que la mitad de la paternidad es estar presente. Cuando nació Paola, una amiga me dijo que ella me iba a salvar. Y así ha sido. El nacimiento de un hijo te da absoluta claridad y a partir de ese momento sabes qué es lo importante. Nico y Pao le dieron orden, sentido y alegría a mi vida. Así de fácil. Cada vez que puedo los abrazo y les digo que los quiero. Y no hay nada mejor que cuando ellos responden “y yo también”.
Supongo que esta obsesión por el tiempo es una costumbre adquirida. Y el verdadero problema es cuando nuestro tiempo se va acabando. Soy agnóstico. De verdad, no sé qué va a pasar cuando me muera y no tengo ninguna certeza de que volveré a ver a mi padre -a quien extraño cada día más y a quien tengo tanto que preguntarle-, a mi abuelo Miguel, a mi amigo Felix, a mi perra Sunset y a mi gata Lola. Quizás por eso suelo atormentar a mis invitados en el programa de televisión con preguntas sobre la muerte.
“¿No te da miedo morir?” le pregunté hace poco al escritor peruano, Mario Vargas Llosa, quien también profesa el agnosticismo.
“Bueno, hay una cierta inquietud cuando la edad te va acercando a ese momento decisivo”, me dijo con una sonrisa. “Pero eso de convertirme en el último momento, sería de un mal gusto espantoso”.
Admiro, de verdad, a los que creen en la vida después de la muerte. Supongo que se vive más tranquilo. Se ahorran esa molesta angustia existencial. Aunque el cielo se me antoja sobrepoblado con miles de millones de almas deambulando desde hace 2.5 millones de años cuando “animales muy parecidos a los humanos modernos aparecieron por primera vez”, según relata Yuval Noah Harari en su libro Sapiens. El cielo no parece ser un club tan exclusivo. Ante estas incógnitas no tengo más remedio que atornillarme en el presente y aprovecharlo al máximo.
No tengo quejas. Me gusta mi vida de inmigrante y periodista y papá. Estas tres cosas te obligan a estar bien parado en el mundo, y mantener unos saludables niveles de rebeldía y rechazo a la autoridad. Es la mejor manera de sentirse joven.
Además ¿quién puede presumir 22 mil 630 días de vida y tener a una mamá con más de 31 mil días? Ese es un gran privilegio. Estoy tan agradecido. Cada mes, más o menos, me escapo un par de días del torbellino imparable de las noticias y me trepo en un avión para ir a la ciudad de México a ver a mi mamá. Ahí yo le recuerdo lo que ya se le olvidó y ella me recuerda lo que es verdaderamente importante. Nos despedimos como si fuera la última vez pero siempre apostando por la próxima. Hasta hoy vamos ganando.
Cumplir años o días tiene sus ventajas. Y en esta era del coronavirus, de Trump y de la selva de las redes sociales hay algo casi heroico en sobrevivir y sumar un día más. Pero la reflexión esencial es que envejecer es siempre mejor que la alternativa.