Por Jorge RAMOS
Thilafushi, Maldivas.- La familia no estaba muy contenta. Era Navidad, habíamos volado medio mundo para unas vacaciones de Sol y playa y yo los quería llevar a ver un basurero. Pero mi curiosidad era más grande.
Los convencí diciéndoles que más tarde iríamos a bucear con peces exóticos y, quizás, con suerte podríamos observar a lo lejos unas mantarrayas y tiburones de punta negra.
El bote que nos llevaba hacia el basurero pasó por varias islas absolutamente idílicas. Mar turquesa, arena blanca y el clima -que había estado tormentoso durante las últimas semanas- por fin abría con un sol vengativo y demoledor. Una escuela de delfines nos acompañó una parte del viaje.
De pronto, en el horizonte vi dos columnas de humo blanco. Ahí es a donde quería llegar: Thilafushi, la isla convertida en basurero. El viento soplaba a mis espaldas y, por lo tanto, no podíamos oler lo que nos esperaba. Pero los buques oxidados, cargados de desperdicios, empezaron a remplazar a los yates de lujo y los barcos llenos de turistas con tanques de buceo.
A principio de la década de los noventa, lo que antes era un pedazo de tierra de 7 kilómetros de largo con una hermosa laguna central se convirtió en el principal basurero de las Maldivas. Esta nación es, en realidad, un maravilloso archipiélago que apenas tienen una altura máxima de 2.4 metros sobre el nivel del mar, lo que hace que este país sea el más plano de todo el mundo. Por lo tanto, está en serio peligro debido al aumento de los niveles de los océanos.
Si no se detiene -y pronto- esta tendencia provocada por el cambio climático, el futuro de las Maldivas se medirá en décadas, no en siglos. Los efectos de la crisis ambiental de esta nación ya se pueden observar en el blanqueamiento de sus espectaculares arrecifes de coral, provocado por las temperaturas inusualmente altas de los mares.
El Gobierno de las Maldivas se comprometió a reducir radicalmente sus emisiones de carbono, pero ese plan no servirá de nada si los principales países contaminantes del mundo no cambian sus prácticas. Aunque sin proponérselo, Estados Unidos, China y los demás emisores de carbono están ahogando a las Maldivas y a muchas otras naciones insulares del planeta.
Los esfuerzos de reducción de carbono de las Maldivas son un ejemplo a que deberían replicar otros países para combatir el cambio climático. Por desgracia, Thilafushi es una mancha en ese logro, junto con las montañas de basura que salen a diario de Malé, la capital, y de las decenas de hoteles esparcidos por todo el archipiélago, por lo regular uno en cada isla. Según cálculos de años anteriores, todos los días se depositan cerca de 300 toneladas de basura en la isla de Thilafushi.
Cuando por fin llegamos, lo que vimos fue impresionante y devastador. Plásticos de todos colores, metales retorcidos, maderas podridas, materiales de construcción, alimentos descompuestos, botellas y frascos, líquidos irreconocibles, cajas y empaques semidestruidos, desechos de ropa y todo lo que la gente suele tirar a la basura despreocupadamente, sin tener la menor idea de a dónde va a llegar ni preocuparse por ello.
Bueno, casi todos los desechos de las Maldivas terminan en Thilafushi en colinas caóticas de basura construidas con objetos innecesarios que se amontonan sobre superficies aplanadas con más desperdicios.
Esta es una isla que sufre de gases tóxicos y de una gordura crónica que la hace más alta y ancha cada día. Lo que no encuentra lugar encima de lo que se tiró ayer se empuja desordenadamente a los lados. No hay barreras que contengan los desechos: El mar recibe los vómitos de la isla. El reflujo nauseabundo, como las olas, es constante. Los barcos cargados de objetos que hace mucho perdieron su nombre empujan los desperdicios con sus grúas mecánicas hacia donde ya no cabe nada más, como en esas imágenes del Metro de Ciudad de México, donde siempre entra un último pasajero antes de que se cierren las puertas en un vagón a punto de reventar.
Algunos dirán, seguro, que hay un orden en este apestoso caos. Pero las moscas, los olores y los barcos que descargan lo que ya nadie quiere sugieren que esta isla se creó para que los turistas y los locales conserven la absurda noción de que la basura desaparece tan pronto queda fuera de su vista.
No, la basura nunca muere. Está siempre en algún lugar, como esas relaciones tóxicas que te persiguen hasta chuparte la vida.
Hay otros basureros como este en Thilafushi -y hasta más grandes- en varias partes del mundo. Pero lo extraordinario en este caso es ver una gigantesca isla de basura en uno de los lugares más bellos del planeta y saber que su obesidad no tiene solución, que continuará hinchándose y desparramándose sobre el mar y sus corales, y que si regreso en 10 ó 20 años el horror se habrá multiplicado.