Por Jorge Ramos
El miedo y el hambre son más fuertes que cualquier otra cosa. No importa lo que hagan los presidentes de México y Estados Unidos, los inmigrantes centroamericanos seguirán huyendo de sus países hacia el norte.
Es muy poderoso lo que los empuja a emigrar de Honduras, El Salvador y Guatemala: violencia brutal, pobreza extrema y cambio climático. Y es muy atractivo lo que buscan: la posibilidad de vivir en el país más rico del mundo. El nuevo muro Trump-AMLO no los podrá detener.
”De morir en Honduras, mejor morir en otro país”, me dijo en Tapachula, México, un padre que empujaba en una carriola a una niña de un año. Él era parte de esa primera gran caravana de unos siete mil centroamericanos que cruzó México en octubre del año pasado. En ese mismo grupo había una niña hondureña de 11 años que se quedó en silencio cuando le pregunté sobre las maras en su país. Ella, desde pequeña, aprendió a oler el peligro. Por eso se van.
La frontera entre México y Guatemala siempre ha estado abierta. Recientemente crucé en una balsa el río Suchiate, que divide a ambos países, y nadie me pidió pasaporte en ninguna de las dos orillas. Pero eso podría empezar a cambiar.
La Guardia Nacional de México es, todavía, un experimento. Acaba de ser creada y no ha probado su efectividad. Sin embargo, seis mil de sus miembros sí le complicarán el paso a los centroamericanos por el sur de México, como acordaron en Washington los representantes de Andrés Manuel López Obrador y Donald Trump.
México, en la práctica, se está convirtiendo en la policía migratoria de Trump. La Guardia Nacional debería dedicarse, principalmente, a reducir la criminalidad en México -evitando asesinatos como el del estudiante Norberto Ronquillo y la periodista Norma Sarabia- en lugar de detener a inocentes inmigrantes centroamericanos que quieren llegar a Estados Unidos. (Más de 14 mil mexicanos han sido asesinados desde que AMLO tomó posesión.) México está distrayendo enormes recursos para hacerle el trabajo sucio a Trump.
México, también, aceptó convertirse en la sala de espera de Estados Unidos. En las ciudades fronterizas del lado mexicano tendrán que esperar durante meses o años miles de inmigrantes centroamericanos que solicitan asilo político en Estados Unidos. No importa si le llaman “Protocolo de Protección al Migrante” (MPP) o luego se convierte en “Tercer País Seguro”, México está haciendo lo que Trump quería.
Celebro, con todos los mexicanos, que Estados Unidos no impuso aranceles a los productos de México y que no se haya descarrilado la aprobación del nuevo tratado de libre comercio (TMEC). Pero me duele enormemente que México haya cedido a los chantajes de Trump. Y vienen más.
El presidente López Obrador, en una de sus conferencias mañaneras, dijo que “vamos a continuar la política de no confrontación” con Trump. El problema es que Trump no sigue esa misma política. El presidente de Estados Unidos es un bully, ya se dio cuenta que México cedió rapidito ante sus presiones y va a seguir usando la misma estrategia para buscar su reelección hasta noviembre del 2020. México es el enemigo favorito de Trump. Y ahora ya sabe cómo ganar.
Los perdedores en esta crisis son los centroamericanos que tienen legítimas razones para abandonar sus países. Hondureños, salvadoreños y guatemaltecos tienen toda la razón en sentirse engañados. Los primeros días de AMLO en el poder fueron recibidos en México con los brazos abiertos y con promesas de visas y trabajo. Luego, sin avisar, México empezó a deportar a miles a sus países de origen. Y ahora, tras el acuerdo con Trump, la nueva orden es: no hay paso.
A pesar de las nuevas restricciones, nada puede detener a un padre o a una madre que quiere salvar a sus hijos de muerte, hambre o violación. El acuerdo entre Trump y AMLO no podrá terminar con esta ola centroamericana. Es demasiado poderosa. Sí, la pueden desacelerar. Pero no acabar con ella.
En medio de un calor sofocante y un sol castigador, recuerdo el encuentro en Tapachula, Chiapas, con Oscar, un niño hondureño de 10 años de edad. A pesar del cansancio, seguía caminando. ¿Qué piensas de Estados Unidos? le pregunté. “Que es bonito”, me contestó. Trump y AMLO nunca podrán matar esa esperanza.