Opinión: Hay cosas que no se olvidan

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Por Jorge RAMOS

Hay veces en que vas buscando belleza y lo que te encuentras es aún más intenso y poderoso. Eso me pasó en un reciente viaje a Camboya (o Cambodia en inglés).

Iba a ver los maravillosos (y todavía accesibles) monumentos y templos de Angkor pero una parada en los llamados “killing fields” -campos de exterminio de la época del Khmer Rouge- cambió totalmente mi percepción del viaje.

​No había amanecido y ya estaba trepado en un tuk-tuk, una especie de carroza de dos ruedas jalada por una motocicleta. La idea era atrapar la salida del sol en las ruinas del templo budista de Angkor Wat (centro del imperio Khmer de 802 d.c. a 1432 d.c.). La historia es fascinante. Pero basta decir que se construyó con enormes bloques de piedra traídos por más de 50 kilómetros por unos seis mil elefantes y 300 mil trabajadores.

​Angkor Wat es, sin duda, una de las maravillas del mundo. Cuando el sol se aparece sobre sus paredes, se convierte en parte de la impresionante arquitectura. Su grandiosidad y dimensión es solo comparable a las obras que nos dejaron aztecas, incas, egipcios, griegos y romanos. Pero además tiene el inmenso atractivo de ser totalmente accesible. Estás inmerso en los mismos lugares donde operaron reyes y religiosos hace siglos, y las pocas zonas prohibidas son generalmente las que están en reconstrucción. El desgaste de paredes y pisos es patente así que no sé cuánto más durará esta política de pasen todos y a ver qué hacemos después.

​A otro tuk-tuk de distancia estaba el alucinante templo de Ta Prohm -el mismo que se hizo famoso con la película de Indiana Jones “Raiders of the Lost Arch”- y cuyos habitantes dejaron en el siglo 14 por una agobiante y prolongada sequía. Las raíces de enormes árboles literalmente se han engullido durante siglos paredes y pasillos. Rocas y árboles son una sola obra maestra. A pesar de los millones de turistas que visitan el lugar cada año, te queda la sensación de haber descubierto algo único.

​A esos lugares me llevó Y, un periodista convertido en guía y que comparte con el resto de los camboyanos un genuino orgullo por la majestuosidad de las ruinas de Angkor. Esa mezcla de naturaleza, poderío y ambición arquitectónica es irrepetible. Saben que no hay otro sitio igual en el planeta. Pero Y quería contarme otra historia.

​No muy lejos de ahí, a las afueras de la ciudad de Siem Reap, estaba uno de los campos donde el brutal tirano Pol Pot había masacrado a miles de personas entre 1975 y 1979. Está ampliamente documentado cómo se exterminó a una quinta parte de la población -más de dos millones de personas- en una espantosa campaña revolucionaria destinada a acabar con el capitalismo, la burguesía, con los que vivían en ciudades e incluso con los que tenían un poco de educación formal.

​Y tenía 15 años cuando Pol Pot tomó violentamente el poder. Me contó la manera en que fue separado de su familia y cómo sobrevivió al despiadado régimen comunista pretendiendo que no sabía leer ni escribir. Eso lo salvó a él pero no a su padre, a quien nunca más volvió a ver.

​“En dos minutos lo vas a entender todo”, me dijo Y mientras entrábamos a uno de los campos donde sus compatriotas habían sido masacrados y que se ha convertido en un sitio para honrar su memoria. “Si no quieres ver restos de cuerpos humanos, no te bajes,” dijo. Me bajé.

​De lejos no veo muy bien. Pero conforme me fui acercando a una torre -de unos tres metros de altura y con cuatro paredes transparentes- me di cuenta lo que había dentro de ellas: cráneos y huesos. Los cráneos estaban colocados con un cierto orden, uno al lado de otro, golpeados, algunos sin dientes. Abajo y al fondo estaban amontonados restos de brazos y piernas; imposible saber a qué cuerpo pertenecieron.

​Y tenía razón. Ahí lo entendí todo.

​Hicimos el recorrido de regreso a mi hotel en total silencio. De hecho, agradecí el aturdidor sonido del tuk-tuk para tratar de procesar lo que acababa de ver. Lo que para mí era solo la inesperada parte de un tour, había atormentado a Y toda su vida.

​Nos despedimos con la certeza de que no nos volveríamos a ver. Pero también con esa complicidad que surge cuando alguien te abre los ojos. Vi fijamente a Y y sus párpados estaban cargados de lágrimas.

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