Terminé de ver la película Roma y no me quería ir. De hecho, salí del cine y no reconocí el lugar. Es esa desorientación que ocurre cuando un film se impone de manera abrumadora sobre tu realidad.
Paré y tuve que reconocer que deseaba con toda mi alma regresar al teatro y meterme, de nuevo, en la película.
Tengo que agradecerle al director Alfonso Cuarón que haya recuperado una infancia que yo creía perdida para siempre. Ahí estaban en la pantalla el Choco-Milk que yo tomaba de niño, los “Gansitos” congelados en el refrigerador, la Scalextric con que jugaba, el auto Valiant blanco que tenía mi papá y el Galaxy negro que manejaba la mamá de mi amigo Benjamín, los discos de acetato y las competencias en la estación de radio La Pantera entre los Beatles y el grupo del momento, el programa cómico del Loco Valdez, la alegría de las granizadas…la ciudad donde crecí.
La película está llena de hermosos detalles. Me imagino la pesadilla de la gente de utilería y del set para encontrar el televisor exacto -y la radio, los libreros, los posters, la ropa, los autos, la cartelera…- que exigía la prodigiosa memoria del director. Leí en una entrevista que el 90 por ciento de la película fue una investigación interior de Cuarón…y se lo creo.
La película -en blanco y negro y filmada por el propio Cuarón en 65 milímetros, para mayor resolución- es lo más cercano a esos sueños que tengo donde recorro la casa de mi infancia. Son sueños sin prisa, donde hay tiempo para ver cómo se va el agua por la alcantarilla luego de que lavan el patio de la casa, igual que en la primera escena de la película. (El “Chivo” Lubezki iba a ser el director de fotografía pero tuvo que dejar el proyecto justo antes de empezar a rodar.)
Cuarón encuadra la película en 1970 y 1971. El primer año es cuando se juega el Mundial de futbol en México y el segundo, ya con un nuevo presidente, cuando se realiza la llamada masacre del jueves de Corpus. Más de 100 jóvenes fueron asesinados por los “Halcones”, un grupo paramilitar entrenado por el gobierno de Luis Echeverría Alvarez.
A mis 12 y 13 años yo estaba más preocupado por el futbol que por cualquier otra cosa. Pero la película refleja el autoritarismo y la sanguinaria represión del Partido Revolucionario Institucional. (Solo para que no se nos olvide por qué tantos mexicanos votaron por el cambio, y en contra del PRI, décadas después.)
Quizás lo más sorprendente y rebelde de la película es que, aún en la clasista, racista y machista sociedad mexicana, la protagonista es una mujer indígena: Cleo. Ella es la empleada de servicio que, junto a una compañera, trabaja para una familia de clase media en la colonia Roma de la capital mexicana. (Por eso el nombre de la película.) Pero Cleo es la conexión, emocional y esencial, que une a la familia, cuida a los niños y permite que la casa funcione. La escena, en tiempo real, del parto de Cleo es tan realista que no hay manera de evitar que te suden las manos.
Esta es una película que celebra a las mujeres. La madre de los niños -luego de una noche de copas y de reconocer que su esposo ya no iba a regresar- le dice a Cleo, en su momento más feminista, una verdad fulminante: recuerda que las mujeres siempre vamos a estar solas. (Esa es una sentencia brutal para los hombres.)
Estoy seguro que Alfonso está bien repartido entre los personajes de la película. Pero mi gran descubrimiento fue personal. A pesar de ser un simple espectador, yo también estaba ahí: era el primogénito que trataba de imponerse a sus hermanos o el adolescente que estaba a punto de ahogarse en la playa porque quería demostrar su recién despertada hombría. Tuve una extrañísima experiencia en que las imágenes de la cinta se mezclaron con mis propias memorias. Cuando la película se transmita por Netflix, a mediados de diciembre, y la pueda ver solo en mi casa otra vez, temo torrentes de lágrimas y risas.
Durante años había tratado de rescatar, con minuciosos detalles, mi infancia en México. (Eso nos pasa a los que nos vamos.) Muchas veces había escrito al respecto. Pero nunca había podido visualizar esos recuerdos. Y de pronto vi Roma y supe que yo era de ahí.
¿Quién dice que no se puede recuperar el tiempo perdido?