Por Jorge RAMOS
Llegan solos. Sobre todo de Honduras, Guatemala y El Salvador. No han cumplido, ni siquiera, los 18 años de edad. Vienen a Estados Unidos para reunirse con sus papás, con sus hermanos, con el tío, con ese familiar lejano que apenas conocieron.
Llegan muertos de cansancio luego de cruzar el México bravo. Si son niñas, el riesgo es mucho mayor. Son semanas, y a veces meses, de coyotes, maltratos, hambre, frío, durmiendo en el piso y soñando con una vida mejor.
Pero cuando esos niños llegan a Estados Unidos los meten en rejas o en cuartos que se sienten como hieleras. O en tiendas de campaña en medio del desierto. A veces les dan órdenes en un idioma que no es el suyo. Y su idea de un país amable -que los iba a recibir con los brazos abiertos y que los protegería de la violencia y el hambre que sufrían en casa- se empieza a desinflar.
Muchos de estos niños solos están llegando a la frontera sur de Estados Unidos. Se entregan en los puertos de entrada o cruzan ilegalmente y se quedan parados, sin resistirse, cuando los ven los agentes de la patrulla fronteriza. Casi todos llevan un número de teléfono apuntado en la palma de la mano, en un pie, en la suela del zapato, en el calzoncillo o amartillado en el cerebro a punta de tanto repetirlo.
En septiembre pasado había 12,800 de estos niños solos en custodia del gobierno de Estados Unidos, según investigó The New York Times. Es una cifra récord. Muchos más de los 2,400 que cuidaban en mayo del 2017. Estos niños suelen estar un par de meses en albergues del Departamento de Salud y Servicios Humanos hasta que se los entregan a sus familiares o a un adulto responsable de su cuidado. Pero como el servicio de inmigración (ICE) ha usado a estos niños como señuelos para arrestar a padres indocumentados, entonces a veces no los van a recoger o se tardan mucho.
Son tantos niños solos que ya no caben en los albergues contratados a empresas privadas por el gobierno federal. Y por eso ahora los están enviando a un gigantesco campo lleno de carpas en la desértica población de Tornillo, Texas. Ahí cabrían hasta 3,800 niños. Pero sin escuelas, centros recreativos o asistencia legal. A muchos de estos niños, reporta The New York Times, los trasladan a estas carpas de noche y sin previo aviso para que no se traten de escapar de sus albergues temporales.
Las carpas color beige en Texas me recuerdan el “tent city” donde el odiado sheriff Joe Arpaio enviaba a sus prisioneros en el condado de Maricopa, en Arizona. Las temperaturas en esa parte de Texas pueden fluctuar desde un calor asfixiante durante el día hasta un frío que te hace temblar de noche. Sí, las carpas tienen aire acondicionado pero no son campamentos de verano, como algunos funcionarios del gobierno quisieran hacernos creer.
El gobierno le llama a estos niños “menores no acompañados”, como si fuera una aerolínea. Este eufemismo esconde una política cruel y violatoria de los derechos humanos. No se trata de simples inmigrantes. Son, en realidad, niños refugiados con derechos especiales por estar huyendo de zonas de conflicto.
Pero así es como el gobierno de Donald Trump trata a los niños centroamericanos. Los pone en carpas, solos, en el desierto. O los separa de sus padres cuando entran a Estados Unidos, como ocurrió recientemente con más de 2,500 niños. La llamada política de “cero tolerancia” llevó a detener a niños y bebes que no podían comunicarse con sus padres. Y 136, todavía, no han sido reunificados con ellos.
La doble moral es insoportable. ¿Qué ocurriría si, de pronto, niños estadounidenses fueran separados de sus padres al entrar a México, Honduras, Guatemala o El Salvador? ¿Se imaginan cómo reaccionaría Estados Unidos si alguno de sus países vecinos pusiera solos y en carpas a miles de niños estadounidenses durante 50 o 60 días?
Hace poco, cerca de McAllen, Texas, me le acerqué a un niño hondureño de apenas cinco años que había sido detenido junto a su madre por la patrulla fronteriza. Estaba cansado y asustado. Ingenuamente le pregunté qué le habían dicho sus papás, antes de salir de su casa, sobre Estados Unidos. “Que era muy bonito”, me dijo, con una media sonrisa.
Ese niño, todavía, no sabía lo que le esperaba.