Parque Nacional del Serengeti, Tanzania. Les advierto que esta columna va a terminar muy mal: con el asesinato de más de cien elefantes.
Como casi todas las cosas importantes en la vida, lo primero es llegar. Así que volamos la mitad del planeta para aterrizar en un aeropuerto cerca del monte Kilimanjaro, descansamos unas horas a las afueras de la población de Arusha y luego nos treparon en una camioneta que, sin saberlo, se convertiría en nuestra segunda casa por cinco días.
Hablo en plural porque sometí a toda la familia a acompañarme a un safari en Africa. Pero olvídense de la imagen romántica de un explorador con botas y ropa de camuflaje. Los safaris de hoy en día son largas horas metidos en un vehículo del que nunca sales (porque si lo haces terminas de cena de gatos mal portados). Hay que ir preparados para tortuosos caminos de polvo y piedras. Safari es un eufemismo que significa ver los animales más sorprendentes del mundo desde tu asiento.
Al final, todo vale la pena.
La primera parada fue el cráter de Ngorongoro. Una erupción hace más de dos millones de años creó un hermosísimo valle dentro del volcán donde rondan, despreocupados, elefantes, cebras, ñúes, jirafas e hipopótamos. Me recordó, abusando del cliché cinematográfico, la escena en que los niños entran por primera vez a Jurassic Park. Ese es el tipo de asombro que causa Ngorongoro.
Pero, para mi gusto, nada como el valle del Serengeti. Es tan extenso como Irlanda del Norte y millones de animales migran sin visa a través de la invisible frontera entre Kenia y Tanzania. Para nosotros, animales urbanos, esas planicies sin fin son un misterio. Detrás de cada colina hay más planicies, hasta romper tu imaginación y quedar borracho de espacio.
Desde el aire esta parte de Africa es un screenshot; iba a decir una postal pero esas son reliquias del siglo pasado. Una de las cosas que hacen los turistas (buscando la aventura que no encuentran sentados en una camioneta) es subirse a un globo aerostático. Con falsa docilidad aflojé la tarjeta de crédito por el dudoso placer de subirme a una canasta de madera, que vuela a más de 300 metros de altura y que va colgada de unos hilitos a un globo que se infla con llamaradas de gas.
Pero ya sea desde el aire o en la tierra, el premio son los animales.
Nunca he visto tantas rayas de cebra. Cada una -aprendí- con un diseño único e irrepetible. Las jirafas, en pasarela, cruzaron frente a mí como si no existiera. Son el símbolo nacional. Y nuestro guía, con un olfato digno del rey de la selva, encontró leopardos dormidos en ramas de árboles y hasta un chita escondido en unos arbustos.
Frente a mi cuarto de hotel presencié un triángulo amoroso donde dos elefantes machos peleaban, a colmillo partido, por la atención de una hembra. Y en uno de los trayectos de madrugada, el chofer tuvo que frenar de golpe al descubrir a un pequeño elefante que seguía, sin prisa, a su madre. Esas pausadas, pesadas y pensadas pisadas me marcaron.
Por eso mi horror cuando, al fin del safari, abrí el periódico The Guardian en la sala de espera del aeropuerto y encontré un artículo en que un funcionario gubernamental (del Tanzania Wildlife Management Authority) explicaba por qué permitieron la cacería legal de más de 100 elefantes en el 2017. “Así como ocurre con el turismo fotográfico”, dijo, “también se generan ingresos a través de la cacería”.
El gobierno de Tanzania recibe miles de dólares por permisos para cazar cada año, aclara el artículo. Las zonas de caza están restringidas, no se permite disparar a elefantes hembras ni a sus crías, y solo pueden matar elefantes machos cuyos colmillos sobrepasen un metro con 70 centímetros o pesen más de 1700 kilos.
Pero no hay nada más brutal -y fácil- que asesinar a un elefante. Están acostumbrados a las camionetas de los turistas y se acercan sin preocupación, en manada, a tomar agua. Son un blanco enorme y casi estático.
No sé si me indigna más que se den permisos para matar elefantes por un poco de dinero o que haya cazadores que creen que multiplican su testosterona asesinando a animales indefensos. Qué estúpidos somos, en ocasiones, los seres humanos. Esta parte del mundo a veces parece el paraíso. Pero en el paraíso también se mata.