Por Enrique E. GONZÁLEZ
El martes 28 de enero se cumple el aniversario 172 del natalicio de José Julián Martí Pérez (La Habana, 28 de enero de 1853 - Dos Ríos, 19 de mayo de 1895). Conocido como El Apóstol de Cuba o El Maestro.
Martí fue estadista, político, diplomático, poeta, ensayista, periodista, filósofo... si es que su vasta obra pudiera enmarcarse en estas estrechas definiciones.
Por su trayectoria y prolífera obra, es considerado, -sin dudas-, uno de los intelectuales hispanoamericanos más universales. Por su aporte a las letras es reconocido el iniciador del modernismo literario en Hispanoamérica.
Por encima de todo, su compromiso siempre estuvo al servicio de su Patria chica: Cuba, y de su pasión visionaria de concebir el espacio sin fronteras geográficas donde nuestros países se desarrollaran y crecieran libres e independientes, lo que él llamó “Nuestra América”, o sea, la unidad de Hispanoamérica.
Su vida fue vertiginosa, cargada de proyectos, de continua entrega sin pedir nada material a cambio ni reparar en riesgos para su salud o los peligros que, a cada paso, lo acecharon.
Desde temprano comenzó su labor intelectual e independentista. Uno de sus grandes aciertos fue la fundación y dirección del Partido Revolucionario Cubano (10 de abril de 1892), que reunió en un frente único los esfuerzos separatistas de los criollos cubanos y organizó la que denominó “Guerra Necesaria”; segunda y victoriosa epopeya, que liberó a la Isla del dominio español.
Martí, no solo fue el teórico armador del movimiento independentista cubano, fue el combatiente que tiñó con su sangre el suelo patrio al morir persiguiendo con su ejemplo, el futuro que había diseñado con la pluma.
Más allá de factores geográficos, históricos, culturales, étnicos y lingüísticos, que fijan las fronteras delimitadoras de un campo de identidad, Martí sobrepuso los valores morales. La virtud y la ética fueron los criterios fundamentales que sirvieron para definir y seleccionar los elementos incluidos o excluidos del campo de identidad americano que construyó.
Eso se debió a la formación y las opciones filosóficas de Martí que, desde muy joven, abrazó la tesis de que el cultivo de las virtudes, la rectitud en la moral y en las costumbres, era el único camino para que el hombre vislumbrara una vida armónica con la naturaleza —sentido clave, para él, de la existencia humana.
Otra de sus principales pasiones, a la que dedicó esfuerzo y energía, era lograr la unidad de los pueblos hermanos que comparten nuestro continente, él lo definió como “Nuestra América”.
Para Martí, afirmar una identidad americana e integrar la gran marcha universal en una posición de protagonismo no debería implicar una negación de los orígenes, la historia, el pasado, por más doloroso que pudiera haber sido.
Mucho menos implicaba negar las potencialidades de un conjunto de pueblos que tenían mucho que contribuir, según él, con el aporte de sus virtudes y valores propios, a la riqueza y la diversidad universal de la humanidad.
Para el pensador cubano, el verdadero americanismo sería aquel que lograse rendirse al imperativo del humanismo y las virtudes, verdaderos cimientos de la América nueva.
En pleno siglo XXI, está vigente el llamado a la unidad de nuestros pueblos hispanoamericanos para enfrentar los grandes retos que, de hacerlo de manera independiente, resultarían muros infranqueables.
La cooperación, la unidad, el trabajo en armonía de los hermanos hispanoamericanos es la única forma de avanzar, unidos y libres, como lo proclamaba El Maestro.
Salvar nuestra identidad como Hispanoamérica, conservar nuestras idiosincrasias nacionales, es tarea de orden. El Apóstol apuntó: “Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes”.
Esa es la mejor forma de honrar a Martí.