El prejuicio no conoce fronteras. Se da en todos los países y en todas las sociedades, pero en una nación tan diversa como Estados Unidos sigue siendo evidente el largo camino por recorrer para garantizar la convivencia en una sociedad donde las personas no sean juzgadas, discriminadas o se conviertan en centro de burlas o ataques por su color, su etnia, su origen o situación económica o migratoria.
Es más complicado aún por ser una nación que se precia de sus valores y donde la línea de separación entre la política y la religión es casi invisible. Hay un sector que para todo invoca el nombre de Dios aunque en muchos casos sus actos o declaraciones disten de las enseñanzas bíblicas que tanto se precian en citar.
El asunto está presente a todos los niveles de nuestra sociedad.
Recientemente se conmemoró el 50 aniversario de la marcha de Selma por los derechos civiles que el 7 de marzo de 1965 culminó en el llamado Domingo Sangriento, cuando los manifestantes pacíficos liderados por el Reverendo Martin Luther King, y otras emblemáticas figuras de este movimiento, fueron brutalmente atacados por la policía de Alabama.
En ese marco, en los pasados días se han recrudecido las protestas en la localidad de Ferguson, Missouri, tras un reporte del Departamento de Justicia federal que concluye que los derechos constitucionales de los afroamericanos han sido violentados sistemáticamente por el departamento de policía de dicha ciudad.
Se dio a conocer un video de integrantes de una fraternidad de la Universidad de Oklahoma, entonando una canción denigrante en contra de los afroamericanos.
Además, un presentador televisivo hispano fue despedido tras unos desafortunados comentarios sobre la Primera Dama, Michelle Obama.
Y en el Congreso, el prejuicio se esconde tras la presunta defensa de la ley y el orden.
El senador republicano de Louisiana, David Vitter, revivió un proyecto que presenta en cada sesión con el fin de enmendar la Constitución para evitar que los hijos nacidos en Estados Unidos de padres indocumentados no tengan derecho a la ciudadanía estadounidense.
La renuencia a aprobar una reforma migratoria que saque de las sombras a más de 11 millones de indocumentados, gran parte de ellos padres de niños ciudadanos estadounidenses, no sólo se basa en el argumento de que no se colocaron al final de una fila que en términos prácticos no existe. Tiene su base, en parte, en prejuicios. Hay figuras políticas que lo expresan abiertamente y sin empacho; otros lo hacen en forma velada, pero decir que en el debate de la reforma migratoria no hay prejuicios sería tapar el sol con un dedo.
Es más, si el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, de padre africano y madre estadounidense, criado en un hogar racialmente mixto, egresado de prestigiosas universidades, abogado constitucionalista, senador estatal, senador federal y presidente de esta nación tiene que lidiar con el prejuicio en el Congreso y fuera de él, ¿qué puede esperar un indocumentado latinoamericano? A Obama todavía le cuestionan su certificado de nacimiento y su amor por la patria. Decir que la animosidad contra Obama se debe únicamente a diferencias políticas e ideológicas también sería tapar el sol con un dedo.
Lo peor del caso es que el prejuicio se da de un grupo racial a otro o entre los mismos grupos étnicos. Que lo digan los hispanos, donde la animosidad entre nacionalidades o dentro de una misma nacionalidad ocurre. Si no, lea los comentarios en cualquier portal de noticias en español y verá las “flores” que se lanzan unos a otros. Incluso personas que fueron indocumentadas se refieren despectivamente a los sin papeles más recientes. Como ya tienen documentos, abogan por la deportación masiva a veces de sus mismos connacionales.
También lo peor del caso es que son conductas aprendidas y copiadas.
Sin embargo, todavía apuesto a que las nuevas generaciones, más acostumbradas a este crisol de razas que es Estados Unidos, más abierto a la diversidad y a la aceptación, vaya poco a poco minimizando los prejuicios de todo tipo: raciales, de género, religiosos, económicos, migratorios para que este hermoso experimento de democracia y diversidad que llamamos Estados Unidos siga siendo un faro de esperanza, con todos sus defectos y todas sus virtudes.
(*) Maribel Hastings es asesora ejecutiva de America’s Voice.